Se suele utilizar el término “antisistema” casi como sinónimo de “terrorista”. Los radicales antisistema se identifican en el lenguaje de los medios con jóvenes de largas cabelleras, vestimenta oscura y sucia, barba descuidada y fuertes inclinaciones a ejercer la violencia, en el mejor de los casos contra el mobiliario urbano, y en el peor contra sufridos agentes de ley. Sabiendo que el lenguaje nunca es inocente y frecuentemente es traidor, conviene plantearse varias preguntas acerca de este calificativo: ¿de qué sistema se trata? ¿La expresión se refiere al sistema capitalista, al sistema democrático o a ambos? ¿Se da por supuesto que este calificativo incluye el ejercicio de la violencia? ¿Es posible rechazar el sistema capitalista y defender el sistema democrático o viceversa? ¿El adjetivo “radical” conserva su significado etimológico, que implica profundizar hasta la raíz de los problemas, o ha pasado a significar lo mismo que “extremista y violento”?
La derecha está intentando convencernos, contra toda evidencia, de la indisoluble unidad del capitalismo y el sistema democrático. Y por lo tanto pretende que el adjetivo “antisistema” tenga un significado unívoco y que abarque a ambos. Pero olvida intencionadamente que ese término puede entenderse de modos muy diversos y admite distintas valoraciones. Sucede lo mismo con frases similares: la expresión “que se vayan todos”, que se coreó ante el Congreso de los Diputados o la consigna “no nos representan” también son ambiguas. Pueden entenderse como el rechazo global y sin matices de las instituciones del sistema democrático pero también pueden ser la expresión de una legítima protesta contra la inoperancia de nuestros representantes, que no han sido capaces de articular una respuesta política al intento de desmantelar nuestro precario estado de bienestar. Y ambos sentidos son muy distintos.
No solo en España, sino en toda Europa –por lo menos- predomina una clase política de vuelo bajo, incapaz de mirar más allá de las próximas elecciones y renuente a emprender cambios de fondo que implicarían un enorme coste para ella. Por no hablar de los casos de corrupción, quizás no generalizados pero demasiado numerosos. Sin embargo, no habría que caer en la trampa de identificar a los políticos actuales con las mismas instituciones democráticas. Y ello, por dos razones. En primer lugar porque no todos los políticos son ineptos y venales: entre ellos hay gente lúcida y honesta que hace lo que puede –poco- en un sistema en el cual sus competencias son mínimas. Y en segundo lugar porque la política es necesaria. Nos guste o no, la vida pública de un país requiere ser organizada en instituciones y gestionada por políticos (aunque no necesariamente profesionales ni pertenecientes a los partidos actuales): un país de cuarenta y siete millones de habitantes integrado en la Unión Europea no puede soñar con una organización como la que quería Rousseau para la República de Ginebra, una democracia directa de tipo asambleario sin separación de poderes y que prescindía de los partidos políticos.
Creo que en estos momentos hay que trabajar en dos direcciones. Por una parte, mostrar que la crisis actual no se limita a un problema transitorio de liquidez sino que constituye la demostración del fracaso del capitalismo financiero y la exigencia de un cambio radical de modelo económico, que ponga la riqueza en manos de instituciones democráticas. En este sentido, bienvenidas sean esas manifestaciones que “piden lo imposible”: la utopía tiene un lugar importante en la historia y si bien nunca termina de realizarse –por fortuna- es indispensable para señalar la dirección a la que hay que dirigirse. Y me parece una actitud inteligente la opción por la no violencia que han manifestado esos movimientos desde que surgieron: la fuerza de esas protestas surge de su capacidad para convocar a sectores muy distintos y lograr manifestaciones masivas. Una opción por la violencia los convertiría en vanguardias sectarias mucho más fáciles de aislar.
Pero por otra parte no se puede descuidar la participación en la gestión política cotidiana de las instituciones democráticas, incluyendo los partidos políticos, los actuales u otros. Es necesario exigir una reforma electoral que asegure una verdadera representación proporcional, reclamar la creación de una potente banca pública que evite la previsible privatización de las instituciones salvadas con nuestro dinero, conseguir la reforma del aparato burocrático del Estado, en el que sobran designaciones a dedo, coches oficiales e instituciones inútiles para evitar así recortes en sanidad, educación y servicios sociales, presionar para evitar desahucios que dejan miles de familias en la calle con el único objeto de mejorar las cuentas de resultados de los Bancos, evitar la marginación de los inmigrantes y tantas otras medidas que son posibles aquí y ahora. Además de una reforma constitucional que asegure, entre otras cosas, canales de participación de los ciudadanos que no se limiten a los aparatos partidarios. Y para llevar a la práctica todo esto se necesitan políticos.
Se objetará que tales medidas son puramente reformistas y que no implican la desaparición del sistema que ha provocado la crisis. Es verdad. Pero se trata de reformas que serán necesarias también en un deseable cambio del sistema y que permiten la incorporación de mucha gente que no comparte objetivos más ambiciosos. La superación del sistema capitalista no será nunca el resultado de la acción de pequeñas vanguardias violentas sino que exige el convencimiento mayoritario de que es posible otro tipo de organización económica y política, caracterizada por una gestión democrática de la economía financiera. Y para ello es necesario superar los dos vicios históricos de la izquierda: el sectarismo y el dogmatismo.
Es más cómoda, por supuesto, una protesta global e indiferenciada contra todo, una descalificación de todo lo que se mueve, metiendo en el mismo saco el parlamento entero, el capitalismo, todos los políticos, los bancos, los empresarios, los jueces, los sindicatos y, ya puestos, hasta las comunidades de vecinos. E incluso resulta más cómodo arriesgar la integridad corporal en violentas protestas callejeras. Pero en política, como en la vida misma, las abstracciones, las generalidades y las consignas puramente emocionales son muy peligrosas: suelen dar lugar a la aparición de iluminados que pretenden encarnar en ellos una supuesta e indiferenciada voluntad popular que acumula la suma del poder público. Tales protestas indiscriminadas pueden favorecer un inmovilismo que permite que los gestores de siempre sigan haciendo su trabajo mientras en la calle la policía se encarga de reprimir a grupos reducidos que se limitan a gritar consignas maximalistas y a quemar algunos contenedores.
Hay que rescatar el calificativo de “radicales antisistema” de las connotaciones interesadas que limitan su significado a vociferantes enemigos de toda convivencia civilizada (que también los hay, por supuesto). Muchos pensamos que la salida de la crisis actual exige poner en cuestión las mismas raíces de un sistema capitalista que además de injusto es ineficiente y en ese sentido un razonable radicalismo antisistema no solo no constituye una amenaza para el sistema democrático sino que es la única manera de defenderlo.
(Augusto Kapplen. Escritor y filósofo. Público.es)