Han pasado tres años
desde que el juez Baltasar Garzón fuera suspendido de sus funciones de
juez por el Tribunal Supremo.
El juez Garzón llegó a la
política como emblema de la ética y de la honradez. Y como no pudo “tirar
del manto de la corrupción que cubría lo que allí dentro había”, se marchó,
por seguir fiel a su principio: “Quiero servir escuchando la voz de la
conciencia, la antigua y buena voz que no traiciona nunca” (Evgueni
Evtuchenko).
Los ciudadanos sabemos que, según la Constitución española, la Justicia
emana del pueblo, sus sentencias deben estar motivadas y debe ser imparcial
(Art. 117-127). A poco que hayamos seguido el caso Garzón, nos damos
cuenta de que a este juez justo lo condenaron colegas de profesión incumpliendo
tres características: desoir el clamor del pueblo que enaltece y aplaude a
Garzón, haberlo llevado al banquillo sin
ninguna prueba y haberlo hecho con escandalosa parcialidad.
Jueces han sido los que
han trabajado y colaborado para destruir la credibilidad del juez Garzón. Los
jueces sabían muy bien de dónde arrancaba toda esa campaña. Nosotros nos
informamos y ponderamos argumentos. En este caso, resulta desconcertante que al
juez más conocido por su independencia y valentía no se le reconociera ningún
mérito y se le sometiera a un acoso escandaloso: ninguna prueba,
investigaciones omitidas, artimañas inusuales, requerimientos desatendidos, una
trama que deja traslucir todo menos ecuanimidad y reconocimiento.
Lo ocurrido surgió al
iniciar Garzón su investigación sobre la trama corrupta Gürtel, con la
cual políticos y no políticos pudieron comprobar que se les acabó la impunidad.
Y para esto no hay perdón ni imparcialidad por más que digan lo contrario.
Contra Garzón todo vale: calumniar, mentir, urdir falsedades que la población
no puede clarificar, a la espera de que pueda dudar de su honorabilidad y
aplauda su expulsión de la Judicatura.
La sentencia del Supremo
provocó encono y consternación
El 14 de mayo de 2010, el
juez Garzón, a sus 55 años, después de 22 años de brillante ejercicio
profesional en la Audiencia Nacional, fue suspendido en sus funciones por el
Tribunal Supremo. La suspensión la tomaron sus miembros –17 vocales y el
presidente– por unanimidad, por la razón de haber abierto una investigación
contra las desapariciones del franquismo. Tal investigación no le competía y
había cometido delito de prevaricación. La portavoz del CGPJ, Gabriela Bravo,
declaró que los jueces procedieron “con independencia y responsabilidad” y que
el Tribunal Supremo en sus 30 años de democracia siempre ha procedido “conforme
a Derecho”.
A los miembros del
Tribunal de nada le sirvieron los numerosos escritos de jueces y magistrados
publicados dentro y fuera de España para repensar su decisión. Dijeron aplicar
la ley. Y lo hicieron, pero sin atender las mil razones que impulsaban a
revisarla. La ciudadanía lo entendió así y pensó que la suspensión fue injusta,
inoportuna y desproporcionada.
Y la sentencia deja entrever, por más que se la quiera mal justificar,
otros intereses y motivaciones. No obstante, en democracia la postura de
cuantos discrepamos, es aceptar la decisión del Tribunal Supremo. Es a él a
quien le compete tomarla y así está determinado en nuestra leyes. Pero, al
mismo tiempo, y con no menor firmeza, no estamos dispuestos a conceder
infalibilidad a las decisiones del Tribunal Supremo ni suponer cándidamente su
independencia. Todos podíamos barajar la decisión del Tribunal mirando a la
asignación política de sus miembros. Venía cantada.
El Magistrado del Supremo
Luciano Varela, conocedor de la causa, interpretó que el Supremo podía
proceder contra el juez Garzón “por haber cometido delito en el ejercicio de
sus funciones”, y así lo comunicó al CGPJ, quien hizo efectiva la suspensión.
Sostener que la investigación abierta contra las víctimas vencidas del
franquismo es un delito de prevaricación no procede si antes y a la par no
consideramos otros valores que la letra de la ley de amnistía no puede
descartar: junto a ella hay una legislación internacional que abre y amplia su
sentido literal en el sentido de que trata no de delitos políticos sino de
guerra; el juez Garzón ha sido avalado por otros jueces españoles que
consideran legítima la interpretación que él ha dado a la ley; el contexto de
entonces ha cambiado y existen ahora condiciones socioculturales más maduras
que permiten reparar una injusticia desatendida y restañar heridas que nunca se
cerraron y hacen posible una convivencia más justa para el futuro; la querella
proviene de asociaciones implicadas en la represión franquista y que actuaron
en la eliminación de muchas víctimas; la trayectoria del juez Garzón es
éticamente encomiable y muy positiva para el proceso de la democracia española
y también para otros países que han sufrido dictaduras y se han beneficiado de
su valiosa intervención como juez; detrás de la querella se encuentran fuerzas
e intereses de tipo terrorista, financiero y político que el juez Garzón ha
descubierto y procesado, y han reaccionado contra él con odio y venganza.
¿Los 18 jueces del
Tribunal Supremo pueden -todos, sin excepción- aportar imparcialidad en este
caso? ¿No le sobran razones a Garzón para recusar a algunos de ellos y, en
especial, al magistrado Luciano Varela, instructor de la causa?
El supuesto y discutido
delito de prevaricación, con todas estas circunstancias, bien podía ser
reinterpretado sin apartarse de la justicia y más tratándose de un compañero
universalmente elogiado como lo muestran los 80 premios nacionales e
internacionales concedidos y los 12 doctorados honoris causa. Lo triste del
caso es que, ante la solicitud de Garzón para su traslado a la Corte Penal
Internacional, se activaron de una manera inusual llamadas y convocatorias para
asegurar su suspensión.
Todo esto nos ha hecho
ver que los jueces, también los del Supremo, son hijos de una sociedad y de una
cultura, de una ideología, de una opción política concreta. Pero esto no
debiera impedirles que, al ejercer una función pública, la desempeñaran sin más
consideración que la justa e igual aplicación de la Ley para todos, sin ninguna
discriminación. Imparcialidad debe ser su lema según prescribe la Constitución
Española.
Por fortuna, en esta
sociedad corrupta y cobarde, todavía gozamos de la ejemplaridad de hombres como
Garzón.
Hay que tener muy
arraigados los principios éticos, una gran profesionalidad, una coherencia a
prueba de bomba y una gran fortaleza para no sucumbir ni dejarse domar ni
deprimirse como lo ha hecho él. Sabía en qué territorio se movía, veía venir la
adversidad y sentía la sierpe que se le acercaba e iba a caer sobre él: la
miserable envidia, impotente y, además, forjadora de bulos y calumnias.
En millares de ciudadanos
un comportamiento así produce orgullo y satisfacción, devuelve la confianza en
la condición humana , lo saludamos como victoria de quien nos ha representado
dignamente y no ha sucumbido. Con hombres y jueces así, hay garantías y
esperanzas para emprender una regeneración de la vida social y política. Los
que actuaron de jueces hemos visto a qué nivel han caído; el condenado, aunque
expulsado, sigue siendo juez con toda la legitimidad y brilla como figura
egregia que nos honra, ensalza a España y esperamos que, pronto más que tarde,
vuelva a proseguir su excelsa y difícil labor.
(Benjamín Forcano)
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