Mikel Jaso - Público |
Vicenç Navarro
Público
Existe un amplio consenso en los establishments políticos y mediáticos españoles de que la democracia representativa ha estado funcionando bien en España desde 1978. De sus escritos y proclamas se deduce que perciben a las Cortes Españolas como representativas de la población española y, como tal, sus decisiones responden a la voluntad popular expresada a través del proceso electoral.
Pero hay indicadores de que esta percepción no es ampliamente compartida. Uno de ellos es la notable simpatía, reflejada en las encuestas populares, que ha despertado entre la población española el eslogan “no nos representan” utilizado por el Movimiento 15-M para definir a la clase política dominante, que según las mismas encuestas es el tercer gran problema que tiene la sociedad española. Estos indicadores parecen cuestionar su representatividad.
Es importante subrayar que la crítica a la democracia española en estos casos procede, no de la derecha antidemocrática, sino de un movimiento (15-M) y de sectores bastante extensos de la población que encuentran la democracia existente en España dramáticamente limitada y muy poco representativa, exigiendo reformas para que mejore su representatividad. Y la simpatía que están despertando las propuestas razonables y populares del Movimiento 15-M (como adoptar un sistema auténticamente proporcional) refleja un malestar que, por mucho que se intente ignorar o marginar, está ahí: la democracia española es poco representativa, y ello se debe a que fue diseñada precisamente para que su representatividad fuera limitada.
La Ley Electoral actual fue inicialmente diseñada por el Consejo Nacional del Movimiento (durante la dictadura), que aceptó su disolución a condición de que la nueva Ley Electoral fuera sesgada para favorecer a las fuerzas conservadoras. Un elemento clave para ello fue escoger la provincia como unidad básica del sistema electoral, con cuatro parlamentarios por provincia como base. Más tarde, estos cuatro pasaron a dos, pero aun así la ley conservó el sesgo que favoreció a las zonas tradicionalmente conservadoras, a costa de las zonas históricamente progresistas. Así, un votante en las primeras zonas tenía, y continúa teniendo, nada menos que 3,5 veces más peso para elegir un miembro de las Cortes que una persona que vive en las segundas zonas. Y el propósito de ello lo dijo muy claro José María de Areilza, ministro de Asuntos Exteriores del primer Gobierno de la monarquía, cuando señaló que la comisión encargada de redactar las bases de la Ley Electoral “tenía un gran temor a que los trabajadores se desmandaran y dominaran la representatividad de las Cámaras. El sufragio igualitario les preocupaba y querían poner limitaciones a la igualdad numérica con trucos de toda especie”. Añadía José María de Areilza que “todo estaba preparado para que la derecha no perdiera poder”.
El gran temor de las derechas, como han reconocido también Herrero de Miñón, uno de los arquitectos del sistema electoral, y Calvo Sotelo, el expresidente del Gobierno, era que la clase trabajadora, supuestamente liderada por el Partido Comunista, tuviera una elevada representación en el nuevo Parlamento. Tales sesgos no fueron corregidos en la ley de 1987, y ello como consecuencia de que el aparato del PSOE se beneficiaba del bipartidismo de la Ley Electoral, que le favoreció como aparato, permitiéndole más escaños aún cuando el bipartidismo resultante debilitara a todas las izquierdas, obstaculizando con ello el desarrollo de su propio programa electoral. Es sorprendente que el Partido Comunista aceptara aquella ley, pues, como bien señaló el catedrático Soler Tura, que había sido miembro de la dirección del PSUC (el Partido Comunista de Catalunya), aquella ley “supuso el descalabro del Partido Comunista”, pues supuso un enorme obstáculo para que su fuerza electoral quedara plasmada en el Parlamento. En las últimas elecciones legislativas, IU, la tercera fuerza política del país (sucesora de aquel partido) sacó sólo dos diputados. Si hubiera habido un sistema auténticamente representativo (en el que el peso de cada ciudadano en configurar la gobernanza del país hubiera sido el mismo), IU hubiera obtenido 13 diputados, que, sumados a los que hubiera tenido el PSOE en tal sistema, 153, habrían obtenido la mayoría, mientras que las derechas hubieran tenido 157 escaños en lugar de los 172 que obtuvieron. En realidad, IU habría obtenido muchos más de 13 diputados, pues su escasa incidencia, resultado de su escaso número en las Cortes, ha sido un factor determinante de su declive. De ser auténticamente proporcional desde el principio de la democracia, IU y las otras izquierdas habrían tenido mucho mayor peso en la vida nacional.
El PSOE, sin embargo, antepuso sus intereses de aparato frente a los deseos de sus votantes, pues estos, y sus militantes, indicaban que preferían que el PSOE se aliara con IU antes que con las derechas nacionalistas, CiU y PNV, que ha sido lo que el PSOE ha hecho con mayor frecuencia. En realidad, en la mayoría de las elecciones durante el periodo democrático (1982, 1986, 1989, 1993, 1996 y 2004), los votos a los partidos de izquierdas han sido muchos más (de 2.677.061 en 1982 a 1.486.896 en 2008) que los votos a los partidos de derechas. Sin embargo, las izquierdas no han conseguido mayorías parlamentarias, excepto en periodos limitados (1982-1992). Y el partido gobernante, PSOE, se ha aliado más con las derechas que con las izquierdas. El sistema electoral español es de los menos proporcionales existentes en los países democráticos y, como consecuencia, existe un desfase muy marcado entre el voto popular y la distribución de escaños en España. De ahí su limitada representatividad. Una consecuencia de ello es que el Estado del bienestar español sea el menos financiado de la UE-15.
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Existe un amplio consenso en los establishments políticos y mediáticos españoles de que la democracia representativa ha estado funcionando bien en España desde 1978. De sus escritos y proclamas se deduce que perciben a las Cortes Españolas como representativas de la población española y, como tal, sus decisiones responden a la voluntad popular expresada a través del proceso electoral.
Pero hay indicadores de que esta percepción no es ampliamente compartida. Uno de ellos es la notable simpatía, reflejada en las encuestas populares, que ha despertado entre la población española el eslogan “no nos representan” utilizado por el Movimiento 15-M para definir a la clase política dominante, que según las mismas encuestas es el tercer gran problema que tiene la sociedad española. Estos indicadores parecen cuestionar su representatividad.
Es importante subrayar que la crítica a la democracia española en estos casos procede, no de la derecha antidemocrática, sino de un movimiento (15-M) y de sectores bastante extensos de la población que encuentran la democracia existente en España dramáticamente limitada y muy poco representativa, exigiendo reformas para que mejore su representatividad. Y la simpatía que están despertando las propuestas razonables y populares del Movimiento 15-M (como adoptar un sistema auténticamente proporcional) refleja un malestar que, por mucho que se intente ignorar o marginar, está ahí: la democracia española es poco representativa, y ello se debe a que fue diseñada precisamente para que su representatividad fuera limitada.
La Ley Electoral actual fue inicialmente diseñada por el Consejo Nacional del Movimiento (durante la dictadura), que aceptó su disolución a condición de que la nueva Ley Electoral fuera sesgada para favorecer a las fuerzas conservadoras. Un elemento clave para ello fue escoger la provincia como unidad básica del sistema electoral, con cuatro parlamentarios por provincia como base. Más tarde, estos cuatro pasaron a dos, pero aun así la ley conservó el sesgo que favoreció a las zonas tradicionalmente conservadoras, a costa de las zonas históricamente progresistas. Así, un votante en las primeras zonas tenía, y continúa teniendo, nada menos que 3,5 veces más peso para elegir un miembro de las Cortes que una persona que vive en las segundas zonas. Y el propósito de ello lo dijo muy claro José María de Areilza, ministro de Asuntos Exteriores del primer Gobierno de la monarquía, cuando señaló que la comisión encargada de redactar las bases de la Ley Electoral “tenía un gran temor a que los trabajadores se desmandaran y dominaran la representatividad de las Cámaras. El sufragio igualitario les preocupaba y querían poner limitaciones a la igualdad numérica con trucos de toda especie”. Añadía José María de Areilza que “todo estaba preparado para que la derecha no perdiera poder”.
El gran temor de las derechas, como han reconocido también Herrero de Miñón, uno de los arquitectos del sistema electoral, y Calvo Sotelo, el expresidente del Gobierno, era que la clase trabajadora, supuestamente liderada por el Partido Comunista, tuviera una elevada representación en el nuevo Parlamento. Tales sesgos no fueron corregidos en la ley de 1987, y ello como consecuencia de que el aparato del PSOE se beneficiaba del bipartidismo de la Ley Electoral, que le favoreció como aparato, permitiéndole más escaños aún cuando el bipartidismo resultante debilitara a todas las izquierdas, obstaculizando con ello el desarrollo de su propio programa electoral. Es sorprendente que el Partido Comunista aceptara aquella ley, pues, como bien señaló el catedrático Soler Tura, que había sido miembro de la dirección del PSUC (el Partido Comunista de Catalunya), aquella ley “supuso el descalabro del Partido Comunista”, pues supuso un enorme obstáculo para que su fuerza electoral quedara plasmada en el Parlamento. En las últimas elecciones legislativas, IU, la tercera fuerza política del país (sucesora de aquel partido) sacó sólo dos diputados. Si hubiera habido un sistema auténticamente representativo (en el que el peso de cada ciudadano en configurar la gobernanza del país hubiera sido el mismo), IU hubiera obtenido 13 diputados, que, sumados a los que hubiera tenido el PSOE en tal sistema, 153, habrían obtenido la mayoría, mientras que las derechas hubieran tenido 157 escaños en lugar de los 172 que obtuvieron. En realidad, IU habría obtenido muchos más de 13 diputados, pues su escasa incidencia, resultado de su escaso número en las Cortes, ha sido un factor determinante de su declive. De ser auténticamente proporcional desde el principio de la democracia, IU y las otras izquierdas habrían tenido mucho mayor peso en la vida nacional.
El PSOE, sin embargo, antepuso sus intereses de aparato frente a los deseos de sus votantes, pues estos, y sus militantes, indicaban que preferían que el PSOE se aliara con IU antes que con las derechas nacionalistas, CiU y PNV, que ha sido lo que el PSOE ha hecho con mayor frecuencia. En realidad, en la mayoría de las elecciones durante el periodo democrático (1982, 1986, 1989, 1993, 1996 y 2004), los votos a los partidos de izquierdas han sido muchos más (de 2.677.061 en 1982 a 1.486.896 en 2008) que los votos a los partidos de derechas. Sin embargo, las izquierdas no han conseguido mayorías parlamentarias, excepto en periodos limitados (1982-1992). Y el partido gobernante, PSOE, se ha aliado más con las derechas que con las izquierdas. El sistema electoral español es de los menos proporcionales existentes en los países democráticos y, como consecuencia, existe un desfase muy marcado entre el voto popular y la distribución de escaños en España. De ahí su limitada representatividad. Una consecuencia de ello es que el Estado del bienestar español sea el menos financiado de la UE-15.
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