El presidente Rajoy y los gobiernos conservadores dicen que gobiernan para la mayoría silenciosa. No es cierto. En realidad gobiernan para una minoría silenciosa. La que nunca se presenta a las elecciones, la que ostenta o detenta el poder, según los casos. La que tiene el poder que los gobiernos administran. La que utiliza el sistema en beneficio propio. Esa minoría tan invisible y silenciosa como en ocasiones amoral, codiciosa e insolidaria, que se enriquece en plena depresión. Que elude obligaciones fiscales. Que se sienta en consejos de administración de entidades financieras que ahora desahucia a centenares de miles de familias modestas. Que ha urdido el mayor fraude que pueda imaginarse, engañando con productos financieros a gente humilde que ha perdido todos sus ahorros. Que se ha sentado en consejos de Cajas de Ahorro que han arruinado, mientras ellos se han retirado con bonus y obscenas pensiones millonarias. Que se enriquece con las partes desguazadas del Estado de bienestar que son negocio y que los gobiernos conservadores les entregan. Por ejemplo en educación, donde es cada vez más evidente que las oportunidades para la igualdad se reducen, y todavía más indecente en sanidad, mientras médicos y sanitarios van desbordados y los ciudadanos pierden derechos, atenciones médicas, servicios básicos y seguridad en recrecidas listas de espera. Que se lucra con empresas privatizadas que gestionan mientras son negocio pero que cuando dejan de serlo recurren al Estado para que les mantenga el nivel de beneficios inicialmente previsto. Una minoría silenciosa indecente que utiliza el sistema para protegerse y para defender sus intereses particulares en detrimento del interés general. Una minoría que nos arrebata hasta la esperanza y la de nuestros hijos.
Porque, conviene reiterarlo, el sistema funciona, pero no funciona igual para todos sino para favorecer a un reducido bloque privilegiado que concentra poder, riqueza y control de la información. Y si no funciona suficientemente bien, si hay que revisar la legislación para hacerse “constitucionalmente inmunes” en palabras de Vitale, si hay que garantizar que los que más tienen no paguen más, si hay que ser indulgente con el fraude fiscal recurriendo incluso a la amnistía, si hay que legislar para que las pérdidas y la mala gestión de unos pocos la paguen los trabajadores, autónomos y servidores públicos, se legisla con rapidez sin exigir a los autores responsabilidades administrativas o penales. Si hay que recortar espacios de libertad, si hay que reprimir movimientos sociales, si hay que achicar el derecho de manifestación, el sistema se pone en marcha de inmediato para ser más eficaz.
La opulencia amoral de unos pocos conduce a la sociedad al abismo
Los ciudadanos comunes no recibimos el mismo trato. Los medios se han hecho eco de una noticia que resume con claridad meridiana a qué grado de indignidad puede llegarse con la política del doble rasero. Un lunes de septiembre Marian Fernández, de 28 años, en paro, con cargas a las que no podía hacer frente, soltera y madre de tres hijos de 10, 6 y 2 años entró en un supermercado de Vilafranca del Penedès y se llevó 241 euros en productos de primera necesidad. Tres días después una juez la condenaba devolver el importe de los alimentos y a abonar las costas y 90 euros de multa. El fiscal consideró que Marian actuó “con ánimo de lucro”. Y de inmediato, ante la eficacia apabullante del sistema, cuando quiere, recordé los centenares de consejos de administración de entidades financieras que han arruinado el país, de consejos de empresas privadas que ahora actúan con ánimo de lucro en sanidad o en educación, de responsables públicos que durante años eluden comparecer ante la justicia recurriendo a artimañas que el propio sistema les facilita.
Muchos ciudadanos tenemos la sensación de que no se nos escucha. Expresamos temores, incertidumbres y quejas por tantas promesas incumplidas a una mayoría social (para algunos el 99%) que no se siente bien representada por los partidos tradicionales. No solo reclamamos más democracia próxima sino otra forma de ser y de estar en democracia. Exigimos una decidida voluntad de acabar con los privilegios de una opulenta minoría amoral que, como ha explicado Antón Costas, ha conducido a la sociedad al abismo, reclamó una cantidad inimaginable de recursos públicos y una vez garantizado el rescate de las entidades que ellos mismo habían llevado a la quiebra exigieron a los mismos poderes públicos ajustes fiscales y recortes de derechos. Ninguno de estos gobiernos ha pensado en la posibilidad de aumentar ingresos, tan solo reducir gastos.
Necesitamos un discurso moral que nos devuelva la esperanza
En el fondo del proceso están los valores ultraliberales que han proporcionado apariencia de conocimiento científico a su arrogante discurso y que propiciaron el modelo de economía financiera desregulada. Dice Krugman, que el origen de esta “gran divergencia” social es de naturaleza política. Que lo que explica que una exigua minoría se beneficie en detrimento de la mayoría, obedece a cambios operados en las normas, las instituciones y el poder político. En realidad, como bien explica Josep Fontana, que lo que se está produciendo no es una crisis más, como las que se suceden regularmente en el capitalismo, sino una transformación a largo plazo de las reglas del juego social, que hace ya cuarenta años que dura y que no se ve que haya de acabar, si no hacemos nada para lograrlo. Y que la propia crisis económica no es más que una consecuencia de la gran divergencia.
Pero los ciudadanos comunes, dice Wolfgang Streeck, nos resistimos a abandonar la noción de una economía moral en la que tenemos derechos que prevalecen sobre los resultados de los intercambios mercantiles. Reclamamos un discurso moral que nos devuelva la esperanza de que los gobiernos y las instituciones democráticas se ocuparán de nosotros. Que hay un camino distinto al de la “justicia del mercado”. El riesgo de que se ensanche el foso de la desconfianza entre ciudadanos e instituciones democráticas puede hacer que muchas sociedades se adentren por la senda devastadora del “desorden político”: desde el aumento de la abstención hasta revueltas en la calle, pasando por el creciente apoyo a partidos populistas. Judt lo dice de otra forma: como sabían los grandes reformadores del siglo XIX la Cuestión Social si no se aborda no desaparece. Por el contrario, va en busca de respuestas más radicales.
A esa minoría silenciosa y a los gobiernos que la apoyan, a aquellos que experimentan con el umbral de dolor en nuestra atemorizada y desesperanzada sociedad, quiero decirles que presten más atención al profundo malestar social. Como algunos de ellos además de leer balances y cuentas de resultados han leído historia les sugiero que relean a Zweig (El mundo de ayer. Memorias de un europeo). Les hará bien. Nos haría bien a todos.
(Joan Romero)
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