Muchos alumnos de mi instituto han ido por primera vez a una
manifestación. Volvieron entusiasmados con la experiencia pero
preocupados porque en otras ciudades habían pegado a los jóvenes.
—¿Por qué nos pegan?, me pregunta uno de ellos con desparpajo.
La pregunta me rebotó en el cerebro. Pertenezco a una generación que
asimiló, a fuerza de palos —nunca mejor dicho—, que la expresión
pacífica en las calles de nuestras demandas era contestada por las
porras de los policías. Recuerdo todavía la primera vez que contemplé
los antidisturbios en acción: era un día nublado y las luces azules de
los coches policiales parecían relámpagos de un mundo fantasmal. El
regimiento de antidisturbios de Linares parecía directamente
trasplantado de Blade Runner. Portaban cascos, escudos, chalecos
reforzados y exhibían la incomprensible muestra de coquetería de un
pequeño pañuelo atado al cuello. Cuando terminó su actuación, la calle
parecía más ancha y el suelo estaba repleto de zapatos desparejados,
bolsos y paraguas. De repente, todo estaba desierto y en silencio. Eran
los años finales de la dictadura y los jóvenes intentábamos construir
nuestro sueño de libertad.
Los golpes injustificados, las cargas contra manifestantes pacíficos,
ese '¿por qué nos pegan?' suponen un acta de acusación contra un
Gobierno que tiene últimamente las manos muy largas frente a las
protestas populares. Es rara la semana en la que no contemplamos la
imagen de un policía pegando a un quinceañero o una carga policial
contra personas inermes. Parece que el binomio manifestación-represión
vuelve a funcionar como una moneda común de nuestro imaginario. Y, por
favor, interprétenme bien: me refiero a manifestaciones pacíficas, a
ciudadanos que no portan piedras ni palos, sino solo sus cuerpos
indefensos.
Gracias a los móviles, cualquier ciudadano puede dar constancia de
estas actuaciones y las palabras de los delegados gubernativos se
desmienten fácilmente con cientos de grabaciones anónimas que dan fe de
los abusos. El Gobierno, lejos de investigar y sancionar los excesos
policiales, elabora un decreto para evitar que se grabe a los agentes.
Se pondrá en marcha así una censura colectiva, indiscriminada en la
calle y en las redes sociales.
En Sevilla, algunos agentes han tomado la delantera al Gobierno y,
además de efectuar una carga policial sin razón alguna (y hay muchas
evidencias al respecto), realizaron varias detenciones, entre ellas la
de una periodista a la que requisaron la incómoda cámara. Al parecer, un
policía, al ser interpelado sobre la ilegalidad de sus actuaciones
proclamó: “¡La ley soy yo!”, una reedición de la monarquía absoluta de
Luis XIV, una afirmación de 'yo soy el Estado', que no los ciudadanos.
Posteriormente, la periodista Ana García ha sido acusada de cinco
delitos, entre ellos ocupación ilegal, atentado a la autoridad y daños y
lesiones. Por lo visto, la libertad de expresión y el derecho a la
información tienen un nuevo límite y un tabú: los excesos policiales.
Es muy difícil creer que, de repente, los policías de Sevilla, de
Valencia, de Madrid o de Barcelona se hayan vuelto agresivos y abusones.
Más bien, debe de haber una orden gubernativa que alienta estas
conductas y que aconseja “mano dura” contra lo que ellos llaman
“manifestaciones callejeras” (por cierto, ¿es que existe una
manifestación que sea casera y no callejera?).
Pegar, en España, está de moda. Gran parte de las más prestigiosas
televisiones del mundo han denunciado los abusos y la represión policial
de las manifestaciones en nuestro país. La marca de España no logra
deshacerse de su pasado dictatorial. Por eso, los ciudadanos no podemos
regresar a una etapa en la que era “normal” que te pegasen porque en ese
caso retrocederemos a los tiempos oscuros del aparato del Estado, de
las zonas prohibidas, de la libertad vigilada. Prefiero el candor de mis
alumnos, por los que solo corre democracia en sus venas, que se
preguntan por qué nos pegan.
(Concha Caballero. El País)
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