ES
probable que la política educativa española bata un récord mundial en el
número de leyes y reformas que, visto lo visto, se suceden como las
olas del mar. Significativamente, todas ellas se presentan en nombre de
la calidad y todas ellas pretenden acabar con el famoso fracaso escolar…
pero, si hacemos caso del panorama que consecutivamente nos presenta
cada ministro reformista, parece que ninguna la alcanza y ninguna lo
consigue. A estas alturas, habrá que pensar entonces que la mejora de la
educación no es cosa del sistema educativo, pues si las leyes se
cambian una legislatura sí y otra no y, sin embargo, no se producen
mejoras significativas, puede ser que muchas claves de la educación no
estén dentro de la escuela ni en el funcionamiento del sistema
educativo.
De hecho países con sistemas educativos muy distintos obtienen resultados similares, y viceversa: se obtienen resultados dispares con sistemas educativos similares. Quizás detrás de tanta reforma puede ocultarse una promesa planteada de manera fallida: vamos a mejorar la educación pero sólo vamos a hacer cambios en el sistema educativo. Claro que, sin que esto sea excluyente con lo anterior, también puede pensarse que las incesantes reformas no persiguen lo que dicen, es decir, que realmente no pretenden mejorar la formación de niños y jóvenes, sino que se hacen en función de otro tipo de objetivos.
El proyecto presentado por el ministro Wert no es menos que sus antecesores: no creo que, a pesar de su pomposo nombre, vaya realmente a mejorar la calidad de la educación, ni me parece que lo pretenda. Los objetivos son otros. De una parte, se trata de actuar sobre el mercado de trabajo. Ahora se desliza en la opinión pública la idea de que el fracaso escolar es la causa del paro juvenil, como si la formación en sí misma generara empleo. Es lo que le faltaba al sistema educativo, hacerlo también responsable del paro juvenil. Los tiros no van por ahí. Ese tópico, como el conflicto lingüístico, no es más que una cortina de humo. El problema es que en el campo de las titulaciones universitarias hay un atasco. La socialdemocracia prometió que si todos eran licenciados todos tendrían magníficos trabajos, pero al día de hoy resulta que no es así, sencillamente porque hay mucha más oferta que demanda. De manera que se trata de restringir la oferta, recurriendo para ello a las reválidas -que no es sino un mecanismo de selección-, o a la señalización fuerte del camino hacia la formación profesional.
Por otra parte, junto a la intervención en el mercado laboral, se trata también de ampliar el campo de los negocios. Desde sus orígenes, la historia del capitalismo puede leerse como una progresiva expansión de los ámbitos en los que impera el principio de ganar dinero. En este sentido el sistema educativo no está suficientemente roturado, y ahora se trata de sembrar abriendo surcos para que germinen proyectos empresariales, es decir, centros privados y privados concertados. Con esa misma lógica, el anteproyecto de ley culmina el proceso, iniciado hace ya algunos años, de considerar la gestión de los centros educativos como si se tratara de una empresa.
Así, la participación de los sectores implicados es una especie de aberración, mientras que la figura de la dirección escolar debe asimilarse a la de un gerente. De paso, quitándose de encima el muerto del fracaso escolar, gracias al invento de la evaluación, rendición de cuentas y los incentivos, los gobiernos hacen al profesorado único responsable de los resultados de los alumnos, como si en ellos no influyera nada más y como si existiera una relación proporcional y directa entre el esfuerzo de los docentes y la mente de los discentes. En Andalucía, el fracaso Plan de Calidad puesto en marcha por la Consejería de Educación ilustra ampliamente de cómo este tipo de medidas en nada contribuye a la mejora de la educación, aunque, eso sí, desvía el dedo acusador de los fracasos hacia los profesores.
Finalmente, la reforma en ciernes viene a poner en práctica algunas doctrinas que, aunque formuladas en los albores del siglo XXI, responden meramente a viejas convicciones ideológicas; así, por ejemplo, se reubica el lugar de la religión en la escuela, retrotrayéndonos con ello a los años 40; o, aplicando el laissez faire del siglo XVIII, se introduce la lógica del mercado en la dinámica de los centros escolares gracias al establecimiento entre ellos de una especie de competición o liga de resultados que supuestamente redundará en beneficio de los alumnos.
Naturalmente el señor ministro y el partido del gobierno están en su derecho de llevar adelante el proyecto de ley, para eso sacaron mayoría absoluta en las últimas elecciones generales. Pero esto no nos obliga a creer que se trata realmente de mejorar la calidad de la educación. Aunque matizada aquí con algunos ingredientes nacionales, en realidad estamos ante una mera copia de políticas ensayadas ya desde hace años en otros países gobernados por conservadores o socioliberales. El caso es que conocemos sus resultados: muy distintos a lo que se nos promete.
De hecho países con sistemas educativos muy distintos obtienen resultados similares, y viceversa: se obtienen resultados dispares con sistemas educativos similares. Quizás detrás de tanta reforma puede ocultarse una promesa planteada de manera fallida: vamos a mejorar la educación pero sólo vamos a hacer cambios en el sistema educativo. Claro que, sin que esto sea excluyente con lo anterior, también puede pensarse que las incesantes reformas no persiguen lo que dicen, es decir, que realmente no pretenden mejorar la formación de niños y jóvenes, sino que se hacen en función de otro tipo de objetivos.
El proyecto presentado por el ministro Wert no es menos que sus antecesores: no creo que, a pesar de su pomposo nombre, vaya realmente a mejorar la calidad de la educación, ni me parece que lo pretenda. Los objetivos son otros. De una parte, se trata de actuar sobre el mercado de trabajo. Ahora se desliza en la opinión pública la idea de que el fracaso escolar es la causa del paro juvenil, como si la formación en sí misma generara empleo. Es lo que le faltaba al sistema educativo, hacerlo también responsable del paro juvenil. Los tiros no van por ahí. Ese tópico, como el conflicto lingüístico, no es más que una cortina de humo. El problema es que en el campo de las titulaciones universitarias hay un atasco. La socialdemocracia prometió que si todos eran licenciados todos tendrían magníficos trabajos, pero al día de hoy resulta que no es así, sencillamente porque hay mucha más oferta que demanda. De manera que se trata de restringir la oferta, recurriendo para ello a las reválidas -que no es sino un mecanismo de selección-, o a la señalización fuerte del camino hacia la formación profesional.
Por otra parte, junto a la intervención en el mercado laboral, se trata también de ampliar el campo de los negocios. Desde sus orígenes, la historia del capitalismo puede leerse como una progresiva expansión de los ámbitos en los que impera el principio de ganar dinero. En este sentido el sistema educativo no está suficientemente roturado, y ahora se trata de sembrar abriendo surcos para que germinen proyectos empresariales, es decir, centros privados y privados concertados. Con esa misma lógica, el anteproyecto de ley culmina el proceso, iniciado hace ya algunos años, de considerar la gestión de los centros educativos como si se tratara de una empresa.
Así, la participación de los sectores implicados es una especie de aberración, mientras que la figura de la dirección escolar debe asimilarse a la de un gerente. De paso, quitándose de encima el muerto del fracaso escolar, gracias al invento de la evaluación, rendición de cuentas y los incentivos, los gobiernos hacen al profesorado único responsable de los resultados de los alumnos, como si en ellos no influyera nada más y como si existiera una relación proporcional y directa entre el esfuerzo de los docentes y la mente de los discentes. En Andalucía, el fracaso Plan de Calidad puesto en marcha por la Consejería de Educación ilustra ampliamente de cómo este tipo de medidas en nada contribuye a la mejora de la educación, aunque, eso sí, desvía el dedo acusador de los fracasos hacia los profesores.
Finalmente, la reforma en ciernes viene a poner en práctica algunas doctrinas que, aunque formuladas en los albores del siglo XXI, responden meramente a viejas convicciones ideológicas; así, por ejemplo, se reubica el lugar de la religión en la escuela, retrotrayéndonos con ello a los años 40; o, aplicando el laissez faire del siglo XVIII, se introduce la lógica del mercado en la dinámica de los centros escolares gracias al establecimiento entre ellos de una especie de competición o liga de resultados que supuestamente redundará en beneficio de los alumnos.
Naturalmente el señor ministro y el partido del gobierno están en su derecho de llevar adelante el proyecto de ley, para eso sacaron mayoría absoluta en las últimas elecciones generales. Pero esto no nos obliga a creer que se trata realmente de mejorar la calidad de la educación. Aunque matizada aquí con algunos ingredientes nacionales, en realidad estamos ante una mera copia de políticas ensayadas ya desde hace años en otros países gobernados por conservadores o socioliberales. El caso es que conocemos sus resultados: muy distintos a lo que se nos promete.
(Javier Merchán. Diario de Sevilla)
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