Comienzo
por reconocer que yo mismo me he puesto en autoexamen para no caer en la
pretensión de diseñar la personalidad del
nuevo Papa a imagen y semejanza
de mis querencias, fobias o prejuicios. Tras leer más de 35 artículos, veo que a todos nos coge un
poco la manía de sentenciar y definir. Lo
confirman la variedad y aún disparidad de los muchos comentarios. Uno deduce que alguien habla
desde la ignorancia y prejuicio, pues no es posible que cosas tan
contradictorias quepan en una misma persona.
No me propongo escribir ni decir nada
nuevo, que no haya sido dicho ya, sobre este “jesuita franciscano”, nacido en
1936 en Argentina, de padre y madre italianos, novicio de la Compañía de
Jesús en 1958, antes estudiante de química
y que ya había perdido un pulmón, sacerdote a los 32 años, provincial de la
Compañía de Jesús en Argentina, Arzobispo, Presidente de la Conferencia
Episcopal Argentina y, finalmente,
Cardenal.
Sus 76 años hablan de su larga
trayectoria en la sociedad y en la Iglesia. Y leyendo unas reflexiones suyas ( 25 páginas, del 2002), sobre
el quehacer nacional de Argentina “A
partir de Martín Fierro” advierto con qué solidez domina la historia, la
política, la ética y la originalidad del mensaje de Jesús de Nazaret. Y adivino
que no llega a la silla de Pedro desconociendo la responsabilidad inmensa que
le viene encima, pues lleva muy adentro la evolución y avatares de esa gran
realidad eclesial e institucional que es la Iglesia católica, trajinada muy desde
el principio por el mensaje profético y
transformador del Nazareno y al mismo tiempo por los intereses
de los poderosos y políticos que
disputarán relacionarla y dominarla con miras muy opuestas a las del Nazareno.
En esa arena histórica, avanzará siempre la realidad de la Iglesia,
una realidad impura y dialéctica, conflictiva y fiel, si es que quiere incidir y obrar sobre ella como fermento que moldee
conciencias y conductas bajo la
inspiración del Evangelio. El Concilio Vaticano II y su inspirador
el Papa Juan XXIII abrieron caminos para
una reforma profunda de la Iglesia, pero
los Papas posteriores ( Juan Pablo II y
Benedicto XVI) más que acometer esa reforma la estancaron y consolidaron
volviendo al pasado. A pesar de eso, como en todas las épocas, la Iglesia no
careció de la vitalidad que absorbía del Evangelio y de la nube de sus
testigos, y que la enriquecía con el florecer vigoroso de una nueva cristología y eclesiología y, en
paralelo, con una nueva teología,
pastoral y moral. La espiritualidad samaritana
del Vaticano II, como la denominó Pablo VI, siguió adelante por más que
desde algunas instancias oficiales se la intentara frenar y desactivar. Convendría no olvidar esto: en las entrañas de
la Iglesia, y en niveles singulares de la jerarquía, por más condicionamientos negativos que
operen, son miles y millones los seguidores de Jesús que con libertad y
entrega sostienen la validez y
credibilidad de la Iglesia.
Mucho camino ha recorrido la Iglesia
desde que en el siglo IV el obispo Eusebio de Cesárea crease la figura de Pedro-Papa. Ciertamente,
el papado no es de origen cristiano ni hay nada en el Evangelio que lo
fundamente. Existían en los primeros siglos las grandes metrópolis de Constantinopla,
Roma, Antioquía y Alejandría, cada una con su obispo, en igualdad de funciones y poder. Eran obispos o patriarcas
y se les llamaba popularmente popes =
padres en señal de respeto y estima.
Luego, fue Roma la que se apropió del título de Papa por obra del obispo Eusebio de Cesarea,
todo evolucionó y acabó dando al Papado figura
de una Monarquía la más absoluta, en tiempos de la reforma de Gregorio
VII.
Francisco I sabe que el reto primero y
más difícil que tiene es éste: cambiar la
estructura actual del gobierno de la curia, ponerla al día
democráticamente con la participación
universal del pueblo de Dios, y en un primer plano, con la colegialidad
corresponsable de todos los obispos. Sin
ella en primer lugar, no serán posibles otros
muchos cambios y reformas.
Sobre este punto , analizando lo hecho
por Jorge Mario Bergoglio en los diversos momentos y ámbitos de su vida, se
abren muchos resquicios de luz y esperanza. Francisco I es sencillo, austero y
tierno, disciplinado, muy popular, reaccio a todo lujo y ostentación, no le resulta indiferente la desigualdad y la
injusticia, las miserias y depredaciones del neoliberalismo globalizado en el
Primero y en el Tercer mundo. De todo ello es testigo contemporáneo, muy cercano, y de ello ha escrito y se ha
pronunciado con energía a favor de los
más pobres.
Y eso le ha provocado en ocasiones malquerencias y duras críticas. Una de ellas
la de que, -no salgo de mi asombro-, habría sido elegido como papa del Tercer Mundo en compenetración con el poder dominante del
Norte, para combatir el resurgir de la
nueva política de nuestra América, la Patria Grande. ¡Así de simple! Los cardenales electores,
habrían sido persuadidos y preparados desde fuera, con la labor sutil de representantes políticos de la troika europea,
otros de Estados Unidos y no sé de quien más, para esta votación de subordinación al gran
capital. Algo parecido de lo que habría ocurrido
con Juan Pablo II, que habría sido elegido para combatir el comunismo. ¿Desde dónde
y con qué intenciones se hacen estas lecturas del Papado y de la vida
del nuevo Papa Francisco I?
Como
he advertido, no voy a escribir nada nuevo que no se haya dicho ya.
Pero entre todos los escritos, encuentro
persistente un aspecto, que pretende dejar a Francisco I malparado y hasta condenado sin apelación: su
apoyo a la dictadura argentina y su
complicidad en el secuestro de dos
jesuitas que dependían de él. No los habría defendido o los habría
abandonado al terrorismo del Estado haciéndose partícipe de su secuestro y
sufrimientos.
Es
de esto que voy a hablar casi
exclusivamente. Por lógica no podía
conformarme con lo que de una manera uniforme, pero incomprobada, se decía en
los medios. Eran pocos los
testimonios o fuentes que se aducían, pero me llamó la atención el silencio que
el cardenal Bergoglio guardaba sobre
esto. Pero, no estaba yo en lo cierto, el silencio no era tal, pues en el año 2010, el cardenal habló claro sobre estos puntos. Lo hizo a los periodistas
Sergio Rubín y Francesca Ambrogetti, en
un libro de 192 páginas (editorial
Vergara, Argentina ) titulado : “EL JESUITA, Conversaciones con el cardenal Jorge Bergoglio, sj”. En el libro,
13 de sus páginas llenan el capítulo 14: “La
noche oscura que vivió la Argentina”. Páginas que casi nadie cita con
detalle y de las que yo me voy a hacer eco preciso.
Han circulado bastantes testimonios que
aseguran que el cardenal estaba libre de toda complicidad. Cito, por ejemplo,
el de Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nobel de la Paz: “Es indiscutible que hubo complicidades de buena parte de la
jerarquía eclesial en el genocidio
perpetrado contra el pueblo argentino...No considero que Jorge Bergoglio haya
sido cómplice de la dictadura, pero creo que le faltó coraje para acompañar nuestra lucha por los
derechos humanos en los momentos más difíciles”. Otro testimonio es el de Alvaro
Restrepo , exprovincial jesuita y
maestro de novicios que ha hecho pública unas carta, que le escribe Orlando,
unos de los jesuitas secuestrados: “El nos trató bien y si estamos vivos es por
él”.
Me aferré al capítulo 14 del libro
citado y no lo dejé hasta que
entresaqué, casi literalmente, todo lo que el cardenal dice: su visión, actitud
y respuestas en tiempo de la dictadura. En asunto como éste, era primordial
contar con las palabras directas de quien era cuestionado. Como actor de lo
sucedido, nadie como él tiene experiencia, autoridad y versión directas.
Esta
es la versión del cardenal Bergoglio:
-“Durante
la dictadura, -yo tenía entonces 37 años y mis relaciones eran escasas para
poder abogar por personas secuestradas- , escondí en el colegio Máximo de la
Compañía, donde yo residía, a varias
personas. En el mismo colegio cobijé a tres seminaristas de la diócesis del obispo Enrique Angelleli,
cuando ya él había sido asesinado. Uno de estos seminaristas le comentó al obispo Maletti que en el colegio
había personas “para hacer ejercicios
espirituales de 20 días”, pero que en realidad aquello no era sino una pantalla
para esconder a gente.
-Por Foz
de Iguazú saqué a un joven con parecido a mí. Le presté mi cédula de
identidad y, vestido con clergyman,
salió y pude salvarlo.
-Intenté
por dos veces conversar con el general Videla. Procuré averiguar quién era el
capellán que le oficiaba la Misa y me le
ofrecí para sustituirle, todo con el fín de poder conocer el paradero de
curas detenidos. Sólo una vez pude acudir a una base aeronáutica para
averiguar la muerte de un muchacho.
- En una
reunión, Esther Balestrino me trajo una señora que fue jefa mía en el
laboratorio. Esta mujer, que me enseñó mucho de política, era viuda y tenía dos
hijos casados, de militancia comunista,
que fueron secuestrados. Nunca olvidaré cómo lloraba aquella mujer. Hice
algunas averiguaciones que no me
llevaron a ninguna parte. Con frecuencia, me reprocho no haber hecho lo
suficiente. Fue luego secuestrada y asesinada.
-En otra
ocasión, pude interceder por un joven catequista secuestrado. Me moví, hice
averiguaciones y supe luego que el muchacho, no sé si por causa de mis
influencias, fue liberado.
-Sobre el secuestro de los sacerdotes jesuitas Yorio y Yalics, puedo decir que por aquel entonces ellos estaban preparando una nueva congregación. Tengo una
copia de lo que era ese proyecto. El Padre Arrupe, superior general de los
jesuitas, les comunicó que debían dejar
la comunidad en que vivían y que debían elegir entre la comunidad o la Compañía
de Jesús. Persistieron en su proyecto y el grupo se disolvió, no por decisión mía. Al padre Jalics no se le
podía aceptar la dimisión, porque tenía profesión solemne y solamente el papa
podía atender esa solicitud. El 19 de marzo de 1976, cinco días antes del derrocamiento de Isabel Perón, al padre
Yorio y a otro llamado Luis Dourron, que
convivía con ellos, les dije que
tuvieran mucho cuidado, les ofrecí para
mayor seguridad que viniesen a la casa peovincial de la Compañía.
Estos padres corrían peligro por
desempeñar su labor en el Barrio de Rivadavia del Bajo Flores. Nunca creí que
estuvieran involucrados en “actividades
subversivas”. Pero estaban expuestos a la paranoia de caza de brujas. Yorio y Jalics siguieron,
por iniciativa propia, en el Barrio y allí fueron secuestrados durante un rastrillaje. El Padre Dourron no estaba allí en ese momento y pudo escapar
del lugar huyendo por la calle Varela.
Afortunadamente, no tardaron en ser liberados, porque no se les pudo acusar de
nada y porque nos movimos como locos. La misma noche de su secuestro yo comencé
a moverme todo lo que pude. Y las dos únicas veces que estuve con Videla y con
Masera fue por el secuestro de ellos.
-De modo
que allá en su conciencia con quienes
sostengan que yo les acusé de
subversivos o les perseguí por progresistas. Mi actitud con ellos fue la que he
dicho. Con toda sinceridad: ni los eché de la Compañía ni quedaron desprotegidos.
- A los
dos años de esto y ya en el extranjero, Jalics, nacido en Hungría, pero
ciudadanos argentino con pasaporte argentino,
me escribió para que le gestionara
la renovación del pasaporte, pues tenía temor fundado de que si volvía a Argentina, podría ser
detenido. Escribí a las autoridades argentinas una carta, que les entregué en
mano, para que instruyeran a las de Bon. El funcionario de entonces me preguntó
cuáles fueron las circunstancias que
precipitaron la salida de Jalics. Le
respondí: “A él y a su compañero lo
acusaron de guerrillero y no tenían nada que ver”. No aceptaron la petición. Quien me denunció por esto
ha dicho que él revisó el archivo de la secretaría de Culto de Argentina, pero el papelito en
que él dice haber leído que yo le dije
al funcionario que eran guerrilleros ponía también “que
ellos no tenían nada ver con eso”. Y él lo omitió. Y omitió que en mi carta yo dije al funcionario “que ponía
la cara por Jalics y hacía la petición”.
-Se me atribuye
haber promovido y propiciado que la universidad del Salvador entregara un doctorado honoris causa al almirante
Masera. Creo que fue un profesorado, no un doctorado. Pero, yo no promoví para nada ese
profesorado. Se me invitó al acto y no
fui. Y enterado de que un grupo había politizado la Universidad, con mi autoridad
de sacerdote fui a una reunión de la
Asociación Civil y les pedí que se
fueran. Y, encima, hay quien me vincula con ese grupo político.
- Considero
que éste - cuando a uno le imputan injustamente- es un juego
en el que no debo entrar. Lo entendí así en una sinagoga, mientras participaba en una ceremonia: Recé mucho y, mientras lo
hacía, escuché un verso de los textos sapienciales: “Señor, que en la burla
sepa mantener el silencio”. Lo que me dio mucha paz y alegría”.
Benjamín
Forcano (sacerdote y teólogo expulsado de la orden clarertiana por orden del antiguo Papa Benedicto XVI)
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