Con la ingenuidad que nos caracteriza, habíamos pensado que el
escrache no dejaba de ser una forma de protesta que consistía en acudir
al domicilio de un responsable político o de un empresario, llamar su
atención con la percusión de unos cazos o de la gama completa de
Magefesa y, ya puestos, cantarle las cuarenta a capela. A nadie se le
escapa que la situación es muy desagradable, ya sea porque en estas
serenatas se desafina mucho o, simplemente, porque a gente de orden, que
nunca dio que hablar, les resulta muy desagradable ser la comidilla de
su respetabilísimo vecindario o que se les miente a la madre, que de
nada tiene culpa la pobre señora.
Ha venido a sacarnos del error, entre otros, la delegada del Gobierno
en Madrid, Cristina Cifuentes, mujer informada y comedida, que ha
corrido a advertirnos de que los activistas antidesahucios que han
alterado la tranquilidad de varios diputados del PP son, en realidad,
‘borrokas’ disfrazados, de igual manera que los dos jóvenes con bufandas
del Real Madrid que hace año y medio irrumpieron en el portal de
Esperanza Aguirre completamente cocidos y se mearon en las petunias
presidenciales, eran aviesos perroflautas que pretendían dar un golpe de
estado autonómico con nocturnidad y toda la alevosía que proporciona
llevar una tajada como un piano.
En auxilio de Cifuentes han llegado al galope algunos de sus
opinadores de cabecera, que no han tardado en comparar estos escraches
con el fascismo o con el marcaje que se hacía a los judíos cuando se les
cosía en el abrigo la estrella de David. En resumidas cuentas, los
antidesahucios no son manifestantes que quizás se excedan en su protesta
sino filoetarras, fascistas, nazis, antisistema y, posiblemente,
independentistas, que eso ya es el acabose.
La cosa, sin embargo, precisa de matizaciones. Empecemos por la
definición de escrache. En esencia, consistiría en ejercer una acción
que trastorna gravemente la paz del hogar y que coloca a quien la sufre
en una situación de enorme tensión. Sabemos, por ejemplo, que el
ministro Gallardón ha sufrido vituperios en su domicilio. Ahora bien,
¿fue un escrache continuado sus obras de la M-30 en Madrid que alteraron
durante varios años el sueño de miles de ciudadanos y sacaron de sus
casillas de centenares de miles de conductores que llegaban histéricos a
sus trabajos o a sus casas?
¿Han sido escraches los quinientos mil desahucios de la crisis? ¿Lo
experimentaron quienes acabaron tirándose por el balcón al verse
desalojados de sus viviendas? ¿Son víctimas de escraches los parados
mayores de 55 años a los que se les quita el subsidio, los futuros
jubilados a los que se les recorta la pensión, los estafados por las
preferentes, los funcionarios a los que se baja el sueldo por el
artículo 33, los jóvenes que han de dejar sus casas en busca de trabajo y
emigrar al extranjero, los enfermos a los que se cierra el ambulatorio,
quienes cobran pensiones de risa y han de pagar parte de los
medicamentos o los profesores interinos a los que se les niega un
contrato? ¿Acaso no han visto todos ellos gravemente alteradas sus
tardes de domingo y casi con seguridad las del resto de la semana?
Lógicamente, sería absurdo pensar que quienes gobiernan, quienes
alteran de forma tan grave y violenta la vida de muchos ciudadanos, sean
filoetarras, fascistas, nazis o, incluso, independentistas. Hay dos
diferencias obvias. La primera es que los escraches auténticos sólo
duran unos minutos y los otros pueden extenderse años; la segunda es que
no hay un verdadero escrache sin estrépito, de manera que es
determinante el uso de armas de destrucción acústica, tales como
cazuelas, silbatos o megáfonos. Sin ellas te pueden joder la vida, pero
nunca será un escrache.
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