Además, en estos años fueron desplazadas de sus hogares más de un millón de personas; en las últimas dos décadas la cifra casi alcanza los cuatro millones, convirtiendo a Colombia en el segundo país del mundo en cantidad de desplazados, después de Sudán. A estas familias les han sido arrebatadas entre 4 y 5 millones de hectáreas y ahora se ven obligadas a vivir hacinadas en los barrios marginales de las grandes ciudades.
En el mismo periodo, 336 sindicalistas fueron asesinados y, por lo menos, 168 defensores de los derechos humanos fueron ejecutados o desaparecidos. Además, 6912 personas fueron detenidas arbitrariamente con base en acusaciones falsas de reinsertados e informantes a los cuales se les pagan recompensas por los servicios prestados. Pero esta sangría también alcanza a familiares de las víctimas, que han sido asesinados sólo por presentarse a declarar en la fiscalía en contra de los paramilitares.
Estos son los hechos de la seguridad democrática, que sigue estigmatizando la legítima actividad de la promoción y protección de los derechos humanos, y que no tiene en cuenta el importante trabajo de las organizaciones sociales y de los movimientos de paz que existen en Colombia. En su resistencia y en su afán por construir una sociedad más justa y democráticas reside una parte de las esperanza del país, del pueblo colombiano.
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