4 de diciembre de 2010

Los ojos vendados de la justicia

Los hechos comenzaron en 1989. Antonio Meño, estudiante de Derecho, con 21 años, decide someterse a una rinoplastia (retoque de la nariz) en la clínica Nuestra Señora de América. Al cirujano le acompaña el anestesista Francisco González Martín-More. Asistía también el médico aprendiz Ignacio Frade. La duración de la operación se presume de unos 20 minutos, pero el anestesista la programa como para una hora. Al terminar la operación, el paciente Meño sufre una alteración del ritmo cardíaco. El anestesista está ausente y, avisada, la enfermera llega y, al observar el tubo de respiración, grita: “Dios mío, está desconectado”. En pocos instantes, la desconexión produjo en Meño un bronco espasmo, con efecto de apnea transitoria con daño cerebral”. Antonio Meño trata de abrir los ojos, pero no conecta con el mundo exterior. Sin él saberlo entra en un proceso de coma, que no supera y le dura hasta el día de hoy: 21 años.

La reacción inmediata de la clínica y de los médicos es tapar lo ocurrido, inventando que allí se ha producido un vómito sin motivo, tragado por el mismo paciente y que , al fatarle oxígeno, le ha producido una lesión cerebral. Al médico aprendiz Frade, presente en la operación, se le asegura para su tranquilidad que el accidente ha sido comentado con los padres y se ha convenido con ellos una idemnización. Parecía todo resuelto.

Pero la verdad es otra. Los padres inician denuncia contra los responsables. En 1993, se produce sentencia en un Juzgado de lo Penal obligando a los responsables de la operación a indemnizar un millón de euros a la familia. Los demandados recurren la sentencia. La Audiencia Provincial primero (1998), y luego el Tribunal Supremo (2008) anulan la sentencia primera y dictan otra en contra: los padres deben pagar 400.000 € (unos 67 millones de pts). por los gastos de la clínica, el anestesista y las costas judiciales de los acusados.

Los padres de Meño, que apenas encuentran ya abogado que quiera representarles, reciben al fín la ayuda gratuita del abogado Luis Bertelli y, a la par, escenifican pública protesta en una caseta montada cerca de la Puerta de Sol de Madrid, que ha durado 521 días. Uno de esos días, pasa por allí el médico aprendiz Ignacio Frade, testigo en la operación, y se entera con asombro que el acampado es Antonio Meño y que no era verdad lo que a él le habían asegurado. Sin dudarlo, el 3 de noviembre de 2010 hace denuncia y declara la verdad de lo ocurrido: no hubo vómito sino desconexión del tubo de respiración por ausencia del anestesista. El Tribunal Supremo abre la revisión del caso, descubre el fraude , anula las sentencias anteriores y da la razón a la familia.

Han pasado 21 años y lo más aterrador es pensar que el tiempo pasado ha sido bajo la vigilancia del sistema judicial. No puedo entender que un joven, que acude sano a un hospital para una operación estética, salga de él muerto cerebralmente como un vegetal, en “coma vigil” y, encima, casi ignorando la tragedia de la familia, se le castigue a pagar una cantidad económica infame.

La clínica supo perfectamente que allí había pasado algo imputable a los médicos. Lo ocurrido no fue ninguna casualidad. Fue efecto de una operación llevada a cabo por un equipo y, entre ellos, estaba clara la responsabilidad de cada uno. Supieron entonces y, se ha sabido ahora, que la causa de la tragedia fue la desconexión del tubo de respiración. La desconexión pudo ser inadvertida, involuntaria o pudo ocurrir por negligencia u otras razones, pero en modo alguno se le podía atribuir al paciente.

Los médicos, al encontrarse con un resultado inesperadamente cruel, trataron de eximirse de toda responsabilidad, inventando la mentira: fallo imprevisto, vómitos sin motivo del paciente que le privaron del flujo de aire al cerebro y lo dejaron anulado.

Esto se llama ocultamiento deliberado, intención de engañar a familiares, médicos no inmediatos, jueces, opinión pública, etc. Pero el ocultamiento no sólo no exime de culpabilidad a los médicos sino que, iniciado el proceso judicial contra los acusados, los jueces secundan las versiones dadas por ellos, hasta dar por “probado” que ellos son inocentes y obligan a que los padres paguen las costas del juicio: 400.000 € . A su hijo sano se lo devuelven en coma y son declarados culpables por haber iniciado un proceso arbitrario e injusto. Como si fuera poca la tragedia sufrida, ahora les toca correr con las costas judiciales y pasar ante la opinión oficial como los culpables del caso.
Vista la película, al ciudadano le brotan seguidas las preguntas:

¿Cómo es posible que un caso de esta gravedad, que estalla con la evidencia trágica de que el joven entró sano y salió en coma de la clínica, tras una primera sentencia que les da la razón, se recurriera y demorara en procesos judiciales tan largos y se resolviera al final en contra, con el castigo añadido de 400.000 € para una familia que vivía de dos fruterías que tuvieron que cerrar y de una panadería que apenas podían atender?

¿Cuál fue el manejo que clínica, médicos y abogados urdieron para desfigurar los hechos y hacerlos creíbles a los jueces?

Los jueces (Audiencia Provincial, Tribunal Supremo), sabiendo que se trataba de un caso grave, sobre le que ya había habido una sentencia a favor, ¿con quiénes hablaron, qué pruebas recabaron, a qué testigos citaron, por qué no citaron al médico aprendiz Frade testigo en la operación, qué argumentos adujeron para una sentencia contraria, cuando el caso requería una cautela extrema y rigurosa?

¿Cuál será ahora la solución final: pacto acordado para una indemnización o, además de ella, podrán saber los ciudadanos las responsabilidades que médicos, abogados y jueces ejercieron en el caso?

No basta con pagar, hay que enumerar responsabilidades.

(Benjamín Forcano)

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