España tiene cuatro millones de parados, un 20% de la población. Las perspectivas son malas y el desempleo entre los jóvenes alcanza el 45%. No hay un euro para nada salvo para las fiestas de cada localidad -ninguna las cancela nunca, para la diversión municipal e idiota no hay crisis-. La gente sale cada vez menos en verano: una semana, diez días, quince a lo sumo. Agosto es ya un mes normal en las grandes ciudades. Éstas no se quedan vacías jamás y la mayoría de sus comercios permanecen abiertos, por necesidad. Los que disponen de vacaciones pero no de dinero para marcharse intentan hacer lo que no pueden el resto del año: dormir más, descansar, pasear, llevar un ritmo sosegado, recuperar fuerzas.
A sabiendas de todo esto, al Gobierno de la nación y al Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid no se les ha ocurrido otra cosa que paralizar, bloquear y dividir la capital del Estado durante ocho días seguidos -ocho- para entregársela sin restricciones al Papa y a la Iglesia Católica, en detrimento de los pobres madrileños, que, una de dos: o se convertían rápidamente y se sumaban a las hordas de "peregrinos", o se veían encarcelados en sus domicilios y asediados desde el exterior. Durante ocho días -ocho- es como si hubiéramos padecido dos Muros de Berlín que nos confinaban a una pequeña porción de nuestra ciudad, casi a un barrio. Resultaba imposible cruzar la Castellana a menos que uno diera un monstruoso rodeo a pie bajo temperaturas tórridas; otro tanto sucedía, en perpendicular, con la Gran Vía y Alcalá. Las dos arterias principales, vedadas al tráfico; las líneas de autobús, imbécilmente suprimidas o desviadas cuando más se las necesitaba, dado que habían llegado de golpe "un millón de peregrinos", según los organizadores de las Jornadas Mundiales de la Juventud papal, quienes han invadido y tomado Madrid. En el metro, por tanto, no podía ni entrarse: los que se aventuraban salían planchados como Tom y Jerry o sucumbían a lipotimias.
El cinismo, la frivolidad y el mercantilismo de la Iglesia han hallado su más nítida expresión. El espectáculo ha sido dantesco y de un primitivismo descorazonador: las jóvenes huestes uniformadas (unas parecían de Falange, otras boy-scouts) deambulando sin sentido, en riadas, gritando y cantando antiguallas sin cesar (muy cívicas no han sido, sin ningún respeto por el trabajo o el descanso de los habitantes), esperando a vislumbrar a Ratzinger para luego exclamar cosas propias de tarados mentales ("¡Lo he visto un segundo, ha sido superemocionante y superimpresionante!"), tratando de parecer alegres y resultando irremediablemente tristes. ¿Qué tiene la Iglesia Católica para conseguir la sordidez incluso allí donde la media de edad es de veintidós años y el motivo -se supone- uno de júbilo para ella? No sé, quizá lo aclaraba una participante al referirse a la "juerga" de la noche anterior: "Ay, nos quedamos hasta las dos de la madrugada, en una macrofiesta de vida consagrada" (sic). Sea esto último lo que sea, como gran jolgorio no sonaba muy prometedor.
La Iglesia española no ha tenido bastante este año con su abuso de Semana Santa. En Madrid ha celebrado una segunda, multiplicada por cien. En pleno agosto todo ha sido ocupado por procesiones, hemos vuelto a ver desfilar a sus deprimentes y falleras efigies (que para muchos no son más que tótems), nos han breado a misas y alocuciones, nos han llenado el Retiro de confesonarios grotescos -como si no hubiera bastantes templos vacíos-, las calles de feligreses chillones. TVE, que se debe a todos, ha estado monopolizada y ha retransmitido cada pasito del Sumo Hechicero de una tribu, como si no hubiera más en el mundo y sólo católicos practicantes en el país. De los beatos Gallardón y Aguirre, de los beatos todos del PP, no otra cosa se podía esperar. Pero qué truculenta despedida la de Zapatero: calzándole los escarpines rojos a ese Papa fashion-victim, convirtiendo la capital del país que gobierna en el escenario más reminiscente de la vida bajo el franquismo que yo haya contemplado desde que Franco murió. La misma sensación de agobio y de no tener escapatoria, de claustrofobia, de cautiverio. En Madrid, durante ocho días, nadie pudo trabajar, ni desplazarse, ni comprar, ni descansar, ni pasear, ni respirar. Claro que ha habido pérdidas, y no sólo económicas: de salud democrática y de salud mental. Parecía 1961, no 2011. Y qué decir de los obispos españoles: Rouco, con su rouca faz; Martínez Camino, con su retorcido colmillo; Braulio Rodríguez, con su peculiar idea de lo que son "paletos". Además de eso, han llamado "parásitos" a quienes se oponían al boato de esta visita papal, esa palabra, "parásitos", que precisamente ellos nunca deberían pronunciar. Han hablado de "acoso" a la Iglesia ... mientras se adueñaban de una capital a cuyos ciudadanos acosaban ellos sin contemplaciones. Y Ratzinger ha cargado contra quienes, "creyéndose dioses, desean decidir qué es o no verdad, lo que es bueno o malo, justo o injusto" ... cuando no otra cosa lleva dos mil años haciendo la institución que él preside, con la agravante de imponérselo a los demás.
Con todo, el cinismo, la frivolidad y el mercantilismo de la Iglesia han hallado su más nítida expresión en este detalle: según ella, hay pecados tan horribles que acarrean la excomunión, en este mundo no hay posible perdón para ellos ... salvo si se confiesan ustedes en Madrid en estos días de agosto, que el Papa necesita masas y hay que atraerlas como sea. Entonces sí les levantaremos la excomunión. Bueno. Es asunto de la Iglesia, claro está, pero no me digan que no es esto lo mismo que lo que en publicidad se llama una "superoferta" o un "ofertón".
(Javier Marías. El País Semanal)
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