Francia lo ha tenido claro desde la Revolución: la grandeza de una nación depende sobre todo de la calidad de su enseñanza pública. Enseñanza laica, por supuesto, con la religión rigurosamente fuera para quienes la quieran… o la quieran imponer. La consecuencia ha sido un sistema público extraordinario, sin duda el mejor del mundo, al cual han asistido desde entonces, sin distinciones, prácticamente todos los franceses. A mí un país capaz de haber hecho esto me parece digno de admiración. Añado que por aquellos pagos los docentes gozan del respeto universal de la sociedad, se reconoce que su profesión es sumamente exigente (y a menudo extenuante) y se les retribuye como se merecen. En Francia se buscará sin éxito en el lenguaje popular una comparación tan cruel como la española “más pobre que chupa de dómine”.
Inglaterra es harina de otro costal. Hace mucho tiempo que en la isla de John Bull los adinerados y privilegiados, quitándole fuerza al sistema público, dispusieron las cosas para mantenerse eternamente en el poder con sus propios colegios exclusivos y excluyentes: Eton, Harrow, Winchester, etc., y los cientos de sucedáneos surgidos durante el siglo XIX y después para preparar a suficientes funcionarios para dirigir el Imperio. Un alto nivel de instrucción, sí, pero también el fomento y perpetuación de las divisiones de clase y del esnobismo.
¿Y aquí? En bien de España hace falta urgentemente un pacto definitivo sobre la enseñanza pública. Es de locos no propiciarlo. ¿De locos? No, de derechas.
(Ian Gibson. Público)
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