22 de mayo de 2011

Caballeros envidiosos

El 14 de mayo de 2010, el juez Garzón, a sus 55 años, después de 22 años de brillante ejercicio profesional en la Audiencia Nacional, fue suspendido en sus funciones por el Tribunal Supremo. La suspensión la tomaron sus miembros –17 vocales y el presidente- por unanimidad, por la razón de haber abierto investigación contra las desapariciones del franquismo. Tal investigación no le competía y había cometido delito de prevaricación.

La portavoz del CGPJ, Gabriela Bravo, declaró que los jueces procedieron “con independencia y responsabilidad” y que el Tribunal Supremo en sus 30 años de democracia siempre ha procedido “conforme a Derecho”.

A los miembros del Tribunal de nada le sirvieron los numerosos escritos de jueces y magistrados publicados dentro y fuera de España para repensar su decisión. Dijeron aplicar la ley. Y lo hicieron, pero siguiendo la letra, sin atender las mil razones que impulsaban a revisarla. Y es sabido que la letra de ley sin espíritu, mata. La ciudadanía lo entendió así y pensó que la suspensión fue injusta, inoportuna y desproporcionada. Y deja entrever, por más que se la quiera mal justificar, otros intereses y motivaciones.

No obstante, en democracia la postura de cuantos discrepamos, es aceptar la decisión del Tribunal Supremo. Es a él a quien le compete tomarla y así está determinado en nuestra leyes. No hacerlo supondría validar imprevisibles decisiones individuales y negar la autoridad del poder legislativo, propiciando un terreno de insegura arbitrariedad para la convivencia.

Pero, al mismo tiempo, y con no menor firmeza, no estamos dispuestos a conceder infalibilidad a las decisiones del Tribual Supremo ni suponer cándidamente su independencia. Todos podíamos barajar la decisión del Tribunal mirando a la asignación política de sus miembros. Venía cantada.

El Magistrado del Supremo Luciano Varela, conocedor de la causa, interpretó que el Supremo podía proceder contra el juez Garzón “por haber cometido delito en el ejercicio de sus funciones”, y así lo comunicó al CGPJ, quien hizo efectiva la suspensión.

Sostener que la investigación abierta contra las víctimas vencidas del franquismo es un delito de prevaricación no procede si antes y a la par no consideramos otros valores que la letra de la ley de amnistía no puede descartar: junto a ella hay una legislación internacional que abre y amplia su sentido literal en el sentido de que trata no de delitos políticos sino de guerra; el juez Garzón ha sido avalado por otros Jueces españoles que consideran legítima la interpretación que él ha dado a la ley; el contexto de entonces ha cambiado y existen ahora condiciones socioculturales más maduras que permiten reparar una injusticia desatendida y restañar heridas que nunca se cerraron y hacen posible una convivencia más justa para el futuro; la querella proviene de asociaciones implicadas en la represión franquista y que actuaron en la eliminación de muchas víctimas; la trayectoria del juez Garzón es éticamente encomiable y muy positiva para el bien y proceso de la democracia española y también para otros países que han sufrido dictaduras y se han beneficiado de su valiosa intervención como juez; detrás de la querella se encuentran fuerzas e intereses de tipo terrorista, financiero y político que el juez Garzón ha descubierto y procesado y han reaccionado contra él con odio y venganza.

¿Los 18 jueces del Tribunal Supremo pueden -todos, sin excepción- aportar imparcialidad en este caso? ¿No le sobran razones a Garzón para recusar a algunos de ellos y, en especial, al Magistrado Lucio Varela instructor de la causa?

El supuesto y discutido delito de prevaricación, con todas estas circunstancias, bien podía ser reinterpretado sin apartarse de la justicia y más tratándose de un compañero universalmente elogiado como lo muestran los 80 premios nacionales e internacionales concedidos y los doce Doctorados. Lo triste del caso es que, ante la solicitud de Garzón para su traslado a la Corte Penal Internacional, se activaron de una manera inusual llamadas y convocatorias para asegurar su suspensión.

Se ha dado la aplicación de la letra de una ley que, aislada de todas las demás, difícilmente se puede afirmar que se ha hecho conforme a Derecho.

Todo esto nos hace ver que los jueces, también los del Supremo, son hijos de una sociedad y de una cultura, de una ideología, de una opción política concreta. Pero esto no debiera impedirles que, al ejercer una función pública, la desempeñaran sin más consideración que la justa e igual aplicación de la Ley para todos, sin ninguna discriminación. Imparcialidad debe ser su lema según prescribe la Constitución Española.

Comprenderán entonces los jueces del Supremo que su decisión no haya dejado de provocar encono y consternación en gran parte de la sociedad y no puedan persuadir de que han procedido, en este caso, con independencia. La independencia se prueba con hechos, no con palabras.

A estos hechos, me parece importante añadir otros elementos que pueden ayudar a esclarecer lo que está pasando con el juez Garzón.

El juez Garzón, por lo que conocemos, no es muy dado a explicar su caso en público. Y eso que está convencido de que tratan de eliminarlo de la Judicatura. En este caso, el bien que él representa para la sociedad, incita a instarle a que se defienda contando la verdad, la verdad de la que él es protagonista, porque sabe hacerlo y, además, son pocos los que lo van a hacer.

Todos, a estas alturas, tenemos formada una opinión sobre él. Y se va notando cómo el apoyo y admiración generalizados hacia él, han ido cayendo en determinados sectores de la sociedad o, cuando menos, se han ido diluyendo en la niebla de la duda. Y esa base social, hábilmente manipulada por toda una estrategia mediática, es la que van a invocar cuantos tratan de eliminarlo. Está claro que determinados medios, en manos de quienes nada lo quieren, han sabido moverse para hundirlo en el desprestigio. Su gran baza es jugar con la ignorancia o escasez informativa de la gente, cuidando de no dar entrada directa a Garzón para que pueda hablar él y así pulverizar cuantas vilezas le echan encima. Por eso mismo, nada mejor que él intervenga lo más posible en público y exponga su caso con total claridad. Porque cuantos le oigan afirmar que: “La justicia desde muy joven me atrapó. Fui un juez por ella, soy juez por ella y por ella seguiré siéndolo a pesar de todo” se darán cuenta de que dice la verdad y que se ha mantenido en ella con coherencia y valentía. Pero, para esto, hay que escucharlo en directo, sentirlo, captando la veracidad de lo que dice, pues las palabras – tono, vibración, expresión- le ponen a cada cual al descubierto: De la abundancia del corazón, habla la boca.

El juez Garzón llegó a la política como emblema de ética y honradez. Y como no pudo “tirar del manto de la corrupción que cubría lo que allí dentro había”, se marchó por seguir fiel a su principio: “Quiero servir escuchando la voz de la conciencia, la antigua y buena voz que no traiciona nunca” ( Evguen Evtuchenko).

Se podrán inventar todas las artimañas posibles para acabar con la honorabilidad de Garzón, pero la buena gente, el pueblo, sabe lo que él es : “La justicia ha hecho de mí lo que soy como persona y como profesional”. Por ser un caballero al estilo del Quijote, Garzón sabe “que tiene envidiosos de su virtud y valentía a muchos príncipes y a muchos otros caballeros, que procuran por malas vías destruir a los buenos”. Pero, “los grandes hechos serán escritos en eternos mármoles por más que se canse la envidia de oscurecerlos y la malicia en ocultarlos y serán esos mismos caballeros quienes, a despecho de la mesma envidia, pongan su nombre en el templo de la inmortalidad”.

Francisco Umbral, tan agudo y oportuno, escribió: “Nunca me sumaré al gregoriano de los canónigos amarillos de la envida que sólo ven en el joven juez afán de protagonismo. En este país nos molesta que los demás hagan las cosas que nosotros debiéramos hacer, pero no hacemos”.

Cierto, el juez Baltasar Garzón ha hecho muchas cosas, que los demás debiéramos hacer y no hacemos. Quién sabe si por el miedo. “El juez , escribe él mismo, precisa altas dosis de fortaleza y llevar esculpida la ley en su conciencia. Tiene que estar bien seguro de lo que va a hacer, para arrostrar luego las consecuencias que afecten a su propia persona. Su orden incidirá sobre intereses en conflicto y posturas enfrentadas... La sociedad se posicionará en bandos: unos montarán el hosanna de gloria y otros la cacería contra él. Si no se siente capaz de dominar la embestida con temple y con independencia... ese hombre no puede ser juez ni un minuto más”.

Nada ocurre al azar.

(Benjamín Forcano)

Y tampoco los que se ponen de parte de Garzón o en su contra.

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