Ha
estallado el dolor y la vergüenza de
quienes, finalmente, se reconocen humanos, solidarios con quienes padecen inmerecida desigualdad e intolerable
injusticia.
Jueces
y políticos –aún no lo banqueros , empresarios ni financieros- que lo sabían
mejor que nadie, no han podido callar, o mejor taparse la cara ante el clamor
de la sociedad, y han decidido acometer reformas y propuestas.
Ha
sido la prueba más lacerante de la ausencia,
lejanía e insensibilidad de la sociedad
a la que debían servir. De espaldas, pasivos, meros espectadores, con miedo,
metidos en problemas internos, dentro de
un nivel de vida más que confortable.
¡Demasiado tarde!, para remediar y olvidar esa
montaña de amargura y desespero de miles y miles de vidas humanas, levantada
sobre más de 400.000 desalojos. ¿Demasiado tarde?
En julio de 2012
Hay cosas que ni siquiera la deformación, la modorra ni la alienación a que nos hemos sometido en el sistema neoliberal las pueden
explicar ni justificar. No
entiendo cómo una sociedad desarrollada, - la cuarta economía de la zona del
euro- con bienes, leyes y mecanismos para que ninguno de sus ciudadanos deje de
satisfacer sus derechos fundamentales, permite que puedan darse en ella las cruces sangrientas y deplorables de los desahucios. Y, según estadísticas del
Consejo General del Poder Judicial, lo van a sufrir en los cinco próximos años,
más de 350.000 familias.
No lo entiendo. Y, a propósito de ellos, se me cuartean todas
las paredes humanistas, cristianas, jurídicas y políticas de nuestra democracia.
Lo que ocurre con los desahucios es un crimen de humanidad, de impiedad absoluta,
que debiera avegonzarnos a todos. Y que se puedan llevar a cabo a la luz pública, exhibiendo
prescripciones y órdenes legales,
con anuencia de jueces, notarios
y empresarios y con ejecución impávida
de polícias, dejando en la calle, sin casa, a familias enteras, me parece no
sólo abominable sino contradictorio con todos los mandatos de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, de
nuestra Constitución y de nuestra omnipresente Fe católica.
No se precisa ser occidental ni cristiano para aseverar que
la vida de todo ser humano es sagrada, “homo homini res sacra”, y que –lo
repetimos todos- la vida de un solo ser humano vale más que el oro del todo el
mundo. Las cosas materiales están en otro plano, son medios y mercancías que se pueden comprar
o vender, tienen precio. Pero el ser humano está por encima, en otro plano, que lo constituye en fín y no en medio, con
valor ilimitado, no canjeable por nada.
En esta sociedad, de ricos y pobres, de una minoría que vive
opulentamente y goza de monopolios y privilegios, de una gran clase media que
vive bien y con un grado alto de prosperidad y bienestar, y de una mayor clase
trabajadora que trabaja las mismas horas pero con sueldos muy inferiores, y con
una gran clase pobre, que aun queriendo trabajar, no lo logra y se
encuentra necesitada, desatendida,
marginada, angustiada,… en esta sociedad, los principios
ético- racionales y espiritual- religiosos, que
debieran regir y ordenar solidariamente nuestra convivencia, no
funcionan, se muestran impotentes y
estériles ante los desahucios.
Y
eso significa que nuestra cultura está deshumanizada, pervertida, instalada en la hipocresía. Éticamente, legalmente y políticamente estos
casos no debieran darse, no debieran tener cabida en nuestro
ordenamiento jurídico-político. Es lo que, con meridiana claridad, se
desprende de todas las leyes que nos hemos dado:
1.Declaración universal de
los Derechos Humanos
- “Toda persona tiene todos los derechos y
libertades proclamados en esta Declararación (Art. 2). En concreto,
-“Todos
son igual ante la ley, y tienen, sin
distinción, derecho a igual protección de
la ley” (Art. 7).
-
“Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social,
a los recursos del Estado y la
satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables
a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad” (Art. 22).
-“Toda persona tiene
derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones
equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo.
Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por
trabajo igual. Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración
equitativa y satisfatoria, que le
asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y
que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de
protección social” (Art. 23).
“Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure ,
así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial, la alimentación,
el vestido, la vivienda, la asistencia
médica y los servicios sociales necesarios” (Art. 25).
2. La Constitución
Española
La Constitución Española ya en el Preámbulo
declara que “La Nación española desea proteger a todos los españoles en el ejercicio de los derechos humanos”,
para lo cual, reconociendo que “Todos los españoles son iguales ante la ley”
(Cap. II, Art. 14), encomienda a los
Poderes públicos “Promover las condiciones para que la libertad y la igualdad sean reales y
efectivos” (Tít. Preliminar, Art.9); entre esas condiciones están las de
garantizar “El derecho al trabajo y a una
remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia”
(Cap. II, Art. 35), “Promover una distribución regional y personal más
equitativa” (Cap. II, Art. 40), y “Regular la utilización del suelo de acuerdo
con el interés general para impedir la especulación y hacer efectivo el derecho
de todos los españoles a disfrutar de
una vivienda digna y adecuada” (Cap. II, Art. 47).
3. Una nación orgullosa de
ser mayoritariamente católica
La fe católica ha configurado de arriba abajo la sociedad
española en instituciones y costumbres.
No hay ámbito o dimensión de su historia
que no lleve su huella. Pero, con todo derecho, sin negar lo que representa esa presencia y desarrollo históricos,
confrontamos la vida pública de esta
sociedad mayoritariamente católica, con
los postulados del Evangelio. Y la
confrontamos con el hecho concreto de los desahucios, que la impugnan y clamorosamente la han cuestionado el 29 de junio en la catedral
de la Almudena de Madrid.
Que un grupo de desahuciados, asistidos y apoyados por la PAH-Madrid,- Plataforma
de los Afectados por la Hipoteca-, eligieran la catedral como lugar para
formular su protesta, denunciar los desahucios
y asegurar una negociación de cara a unos derechos suyos
en juego, no es ningún desatino, ningún delito y, por supuesto, nada que tenga
que ver con la profanación del templo.
Al respaldo de las
leyes en este caso, se suma la inequívoca y luminosa fuerza del mensaje de Jesús: El templo
verdadero que hay que respetar y en el que se reconoce a Dios es la persona
humana, que está por encima del templo material. Toda la línea profética,
realzada por el Nazareno, destaca este
particular: el culto es valioso, pero en cuanto expresión y ratificación de la
justicia, de la verdad y del amor. Un culto que no lleve esa marca, le resulta
a Dios nauseabundo y aborrecible.
Los desahuciados son
un caso respecialmente vivo y concreto de los
preferidos de Jesús de Nazaret. Nuestra Sociedad Democrática, con nuestro Estado de Derecho y nuestra
Jeraquía eclesiástica, fiel a
Jesús, lo menos que pueden hacer es salir el encuentro de esos dramas,
escucharlos, atenderlos y tratar de solucionarlos con los responsables.
De
no hacerlo, trastocamos el orden más humano, el sentido común y los valores básicos de la Etica
y del Evangelio. Para rodeos ante los
vulnerables, asaltados y caídos ya hicieron bastante los levitas y sacerdotes
de Jerusalén, que pasaron de largo para irse al templo. Jesús ensalzó al buen
samaritano (despreciado, de segundo orden, poco ortodoxo) que tuvo corazón y
supo recomponer una existencia
maltrecha.
Si
hay dinero para los que se han enriquecido malamente a base de engañar y robar, - se les ha ellos- repuesto miles de millones de euros sin procesar a uno solo de debe haberlo para los
que con trabajo o sin él, con
dificultades y apuros extremos procuran pagar y no llegan. Alancearlos
legalmente y echarlos a la calle, es una canallada. Nuestro Estado Democrátíco y de Derecho legisla mil veces y con mil
avisos para que esto no ocurra y, si llega el caso, se le busque solución humana adecuada.
Aplicar a ojos ciegas la ley es hacer
sabio el dicho de que “¡Summun ius, summa iniuria!”, ¡Supremo derecho, suprema injuria!
Ciertamente,
esto sólo ocurre en la jungla de nuestras urbes, donde la relación humana
directa, el valor de cada uno de nosotros
como persona y como hermano, prójimos solidarios, se ha diluido o deglutido.
Aquí, sólo cuenta el negocio propio, el
triunfo personal, sacar a flote el máximo beneficio, aún a costa del
sufrimiento y acaso muerte de no pocos. Y, no sólo financieros y gestores públicos, sino muchos
ciudadanos hemos entrado en la dinámica de la especulación alquilando o comprando pisos para venderlos
luego al poco tiempo por el doble o más.
Se
dice pronto, pero es para pensar a dónde nos ha llevado esta furia neoliberal
consumista, que compagina grados
insultantes de lujo con casos extremos de necesidad y miseria, derechos
pisoteados con privilegios intolerables,
sin que seamos capaces –ni lo sean
nuestros Gobiernos como es su deber- de decretar soluciones acabando con la
surrealista cifra de seis millones de pisos vacíos frente a miles de personas y
familias a las que se les cierra la posibilidad de una vivienda digna, conforme
a su situación, trabajo y derechos.
Necesitamos una mentalidad nueva, un
compartir más y un acumular menos, una Administración nueva y una Política
nueva. Eso, y no el progreso desigual, individualmente endiosado,
es lo que nos hace una nación digna, grande, democrática, humanista y cristiana
de verdad.
(Benjamín Forcano, Teólogo y sacerdote expulsado de su orden a instancias del actual papa, Benedicto XVI)
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