VER
cómo un padre se sacrifica y afana para que sus hijos se esfuercen en
los estudios y prosperen en la vida es verdaderamente encomiable. Casi
todo el mundo sabe de qué hablo, bien porque él mismo se encuentra en
ese rol o bien porque ha visto en él a sus progenitores. Hasta no hace
tanto, en toda Europa, la obtención de un título universitario
garantizaba a su poseedor la seguridad de un estatus social y de un
nivel económico. En muchas ocasiones los sacrificios que hacían esos
padres -trabajadores manuales, pequeños agricultores, empleados
modestos...- eran tremendos, pero los veían recompensados cuando, por
fin, su vástago, ya médico, por ejemplo, gozaba del respeto y el
prestigio al que ellos siempre aspiraron.
Todos los datos invitan a pensar que ese sueño -el de la movilidad social ascendente- ha terminado. Aunque es cierto que el desempleo se ceba menos con los titulados universitarios, no lo es menos que un gran porcentaje de ellos subsiste con trabajos escasamente pagados y para los que probablemente no necesitarían haber estudiado en la universidad. Uno, que también es padre, se pregunta en ocasiones si es éticamente aceptable requerir a los hijos sacrificios y horas de estudios que con toda probabilidad quedarán huérfanos de recompensa social o económica. Y a veces duda.
Se ha dicho, por quienes dicen saber de estas cosas (Lipovetsky), que, por ejemplo, solamente una pequeña fracción de hijos de inmigrantes consiguen entrar en la universidad y, sobre todo, que la escuela ya no cumple su papel de correctora de desigualdades sociales. "En la base de la escala social", añade, "muchos jóvenes se preguntan por qué estudiar una carrera si ésta no permite obtener un empleo correspondiente a sus esperanzas y ellos están condenados al paro y a salarios de hambre". Y continúa: "La probabilidad de que los niños procedentes de las capas populares sean directivos es cada vez menor. El problema es hoy tan grave como escandaloso: la escuela es en la actualidad el centro de la decepción".
Por si fuera poco, la gran autovía a la progresión social que era el acceso al servicio público va a quedar, por motivos obvios, obstruida durante mucho tiempo, o quizá para siempre. Por supuesto que comparto las críticas de quienes ven los atajos de la movilidad -esos concursos de adolescentes clonados, esos aspirantes a cantantes, esas celebridades low cost...-como caminos degradantes y despreciables. Pero, por otro lado, deberíamos preguntarnos qué alternativas les damos a esos jóvenes de barrios periféricos, vulnerables culturalmente y con un universo de estímulos consumistas palpitando permanentemente a su alrededor. Pocos, la verdad.
No hace muchos años, en la década de los años ochenta, se decía que la nuestra, la sociedad occidental, la europea en particular, era la sociedad del riesgo, una colectividad expuesta a desastres nucleares como el de Chernobyl, a la creciente amenaza de una catástrofe ecológica, a una precarización de las condiciones laborales que ya entonces, con el Muro todavía en pie pero con la perestroika en marcha, se atisbaba imparable. Una sociedad donde habían desaparecido las dulces certezas de progreso que dominaron nuestro continente durante los Treinta Gloriosos, ese lapso, ese paréntesis irrepetible que va desde el final de la Segunda Guerra Mundial a la Primera Crisis del Petróleo. Pero el riesgo se puede afrontar, y es posible, en situaciones de peligro, salir indemnes, victoriosos, aunque sea a un precio mayor.
Lo que se nos viene, lo que tenemos, es diferente. No solamente en España, o en Grecia, sino en todo el decadente hemisferio occidental. Es la sociedad de la decepción, de las ilusiones rotas. Por primera vez en mucho tiempo las nuevas generaciones no sospechan, sino que tienen la certeza absoluta de que van a vivir peor que sus padres. Sí, de acuerdo, con cacharrería de todo tipo, instalados en un turismo superficial permanente o ensimismados con el soma digital, pero privados de la posibilidad de proyectar la vida con un mínimo de seguridad. Y, además, la aparición de una brecha cada vez mayor entre los que tienen y los que casi no tienen, entre ricos cada vez más ricos y el resto: una, por decirlo de algún modo, latinoamericanización de la sociedad: urbanizaciones exclusivas custodiadas por guardas armados, colegios privados, hospitales punteros; más allá, la buscada degradación de lo público.
Saldremos de ésta, casi con toda seguridad, pero nada volverá a ser lo que fue, o lo que soñamos que era. De la seguridad al riesgo, del riesgo a la decepción. A cambio de un nuevo modelo de Ipad cada seis meses.
Todos los datos invitan a pensar que ese sueño -el de la movilidad social ascendente- ha terminado. Aunque es cierto que el desempleo se ceba menos con los titulados universitarios, no lo es menos que un gran porcentaje de ellos subsiste con trabajos escasamente pagados y para los que probablemente no necesitarían haber estudiado en la universidad. Uno, que también es padre, se pregunta en ocasiones si es éticamente aceptable requerir a los hijos sacrificios y horas de estudios que con toda probabilidad quedarán huérfanos de recompensa social o económica. Y a veces duda.
Se ha dicho, por quienes dicen saber de estas cosas (Lipovetsky), que, por ejemplo, solamente una pequeña fracción de hijos de inmigrantes consiguen entrar en la universidad y, sobre todo, que la escuela ya no cumple su papel de correctora de desigualdades sociales. "En la base de la escala social", añade, "muchos jóvenes se preguntan por qué estudiar una carrera si ésta no permite obtener un empleo correspondiente a sus esperanzas y ellos están condenados al paro y a salarios de hambre". Y continúa: "La probabilidad de que los niños procedentes de las capas populares sean directivos es cada vez menor. El problema es hoy tan grave como escandaloso: la escuela es en la actualidad el centro de la decepción".
Por si fuera poco, la gran autovía a la progresión social que era el acceso al servicio público va a quedar, por motivos obvios, obstruida durante mucho tiempo, o quizá para siempre. Por supuesto que comparto las críticas de quienes ven los atajos de la movilidad -esos concursos de adolescentes clonados, esos aspirantes a cantantes, esas celebridades low cost...-como caminos degradantes y despreciables. Pero, por otro lado, deberíamos preguntarnos qué alternativas les damos a esos jóvenes de barrios periféricos, vulnerables culturalmente y con un universo de estímulos consumistas palpitando permanentemente a su alrededor. Pocos, la verdad.
No hace muchos años, en la década de los años ochenta, se decía que la nuestra, la sociedad occidental, la europea en particular, era la sociedad del riesgo, una colectividad expuesta a desastres nucleares como el de Chernobyl, a la creciente amenaza de una catástrofe ecológica, a una precarización de las condiciones laborales que ya entonces, con el Muro todavía en pie pero con la perestroika en marcha, se atisbaba imparable. Una sociedad donde habían desaparecido las dulces certezas de progreso que dominaron nuestro continente durante los Treinta Gloriosos, ese lapso, ese paréntesis irrepetible que va desde el final de la Segunda Guerra Mundial a la Primera Crisis del Petróleo. Pero el riesgo se puede afrontar, y es posible, en situaciones de peligro, salir indemnes, victoriosos, aunque sea a un precio mayor.
Lo que se nos viene, lo que tenemos, es diferente. No solamente en España, o en Grecia, sino en todo el decadente hemisferio occidental. Es la sociedad de la decepción, de las ilusiones rotas. Por primera vez en mucho tiempo las nuevas generaciones no sospechan, sino que tienen la certeza absoluta de que van a vivir peor que sus padres. Sí, de acuerdo, con cacharrería de todo tipo, instalados en un turismo superficial permanente o ensimismados con el soma digital, pero privados de la posibilidad de proyectar la vida con un mínimo de seguridad. Y, además, la aparición de una brecha cada vez mayor entre los que tienen y los que casi no tienen, entre ricos cada vez más ricos y el resto: una, por decirlo de algún modo, latinoamericanización de la sociedad: urbanizaciones exclusivas custodiadas por guardas armados, colegios privados, hospitales punteros; más allá, la buscada degradación de lo público.
Saldremos de ésta, casi con toda seguridad, pero nada volverá a ser lo que fue, o lo que soñamos que era. De la seguridad al riesgo, del riesgo a la decepción. A cambio de un nuevo modelo de Ipad cada seis meses.
(León Lasa)
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