Érase un país
en el que la Sanidad funcionaba cada vez peor, a causa de una terrible reforma
legal al respecto, firmada por el Ministro de la cosa (que ni tenía idea de medicina,
ni había consentido escuchar a los médicos para hacerla). Para colmo, dicha
reforma fue acompañada de recortes económicos cada vez mayores, a la vez que se
invertía en la sanidad privada.
Las colas en los hospitales y centros de salud eran
interminables; las listas de espera, demenciales; y en los centros cada vez
había más colapso, menos medios, y el personal cualificado estaba cada vez más
desbordado y estresado. A muchos enfermos, el remedio le llegó demasiado tarde,
o no le llegó nunca, con lo que las estadísticas empeoraron dramáticamente.
Pero el Sr Ministro vio la luz: contrató a un “escribe-libros”
para que le sirviese de portavoz, publicando el Libro Blanco de la Sanidad.
El autor (que gozaba de grandes espacios en la radio y la
TV) dio en el clavo: la culpa era de los médicos, que no eran lo
suficientemente buenos, porque no se les evaluaba. En adelante, en vista de tal
sospecha, habría que entrar en las consultas de los galenos, para ver si hacían
bien su trabajo. Al mismo tiempo, se les ofreció la gran panacea: su salario
iría en función de los resultados. Si se curaban más enfermos, se les pagaría
más; y si no, pues menos, como enseña la buena lógica matemática. En caso de
que no mejorasen las curas reales, tampoco importaba: podía bastar con maquillar
los datos de los resultados, haciendo buenos diagnósticos, fuese cual fuese la
salud de los enfermos.
Como es de suponer, médicos, ATS y todo el personal
sanitario (el realmente preocupado, y ocupado, de la salud de los demás) puso
el grito en el cielo, así como cualquier persona razonable.