5 de noviembre de 2015

Cuento de Noviembre

           

     Érase un país en el que la Sanidad funcionaba cada vez peor, a causa de una terrible reforma legal al respecto, firmada por el Ministro de la cosa (que ni tenía idea de medicina, ni había consentido escuchar a los médicos para hacerla). Para colmo, dicha reforma fue acompañada de recortes económicos cada vez mayores, a la vez que se invertía en la sanidad privada.
Las colas en los hospitales y centros de salud eran interminables; las listas de espera, demenciales; y en los centros cada vez había más colapso, menos medios, y el personal cualificado estaba cada vez más desbordado y estresado. A muchos enfermos, el remedio le llegó demasiado tarde, o no le llegó nunca, con lo que las estadísticas empeoraron dramáticamente.
Pero el Sr Ministro vio la luz: contrató a un “escribe-libros” para que le sirviese de portavoz, publicando el Libro Blanco de la Sanidad.
El autor (que gozaba de grandes espacios en la radio y la TV) dio en el clavo: la culpa era de los médicos, que no eran lo suficientemente buenos, porque no se les evaluaba. En adelante, en vista de tal sospecha, habría que entrar en las consultas de los galenos, para ver si hacían bien su trabajo. Al mismo tiempo, se les ofreció la gran panacea: su salario iría en función de los resultados. Si se curaban más enfermos, se les pagaría más; y si no, pues menos, como enseña la buena lógica matemática. En caso de que no mejorasen las curas reales, tampoco importaba: podía bastar con maquillar los datos de los resultados, haciendo buenos diagnósticos, fuese cual fuese la salud de los  enfermos.

Como es de suponer, médicos, ATS y todo el personal sanitario (el realmente preocupado, y ocupado, de la salud de los demás) puso el grito en el cielo, así como cualquier persona razonable. 

Rebelion

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