Llevamos unos años dentro de la crisis.
Todos podemos hablar de ella. Hay clamor unánime en afirmar unas cuantas
cosas fundamentales:
Primera: Hemos
vivido un tiempo inusual de democracia que nos ha permitido convivir en plural
diversidad y mejorar muchos aspectos de nuestra vida individual, familiar,
cultural y sociopolítica. Alumbramos entonces un vivir en democracia, que
refrendaba como base la igualdad, la justicia, la solidaridad y la
libertad. Y lo que desde ahí caminamos marcó un buen trecho de tolerancia,
cooperación y progreso.
Segunda: La
democracia en su buen caminar puso a prueba la valía ética de los ciudadanos.
En nuestro desarrollo operaba secreto el cáncer del egoísmo que enaltecía la
hegemonía del poder y del dinero, de la competencia agresiva, del lucro y
beneficio ilimitados, del favoritismo, del menosprecio de los más pobres,
enterrando fríamente la joya de la igualdad; el interés individual endiosado se
sobrepuso al interés público y comunitario.
Tercera: A
la chita callando, desarrollamos prácticas en el trato de unos con
los otros que nos deshumanizaban. Y comparecieron abusos, corrupciones,
sobornos, impunidades contra los que nada o muy poco demostraban hacer los
representantes de nuestra democracia.
Cuarta: La
insolidaridad y complicidad de gente de poder frente a la situación de
privaciones y sufrimientos que retrotraían a muchos a épocas anteriores,
hicieron saltar los muelles de las conciencias y detectar el escándalo de
quienes, ejerciendo responsabilidades públicas, vivían lujosamente, sin
importarles las necesidades y sufrimiento de muchos ciudadanos. ¿A quién puede
extrañar lo que luego hemos vivido día a día?
Surgía el movimiento de los indignados, que
se extendía como fuego devorador y en él se abrían dos corrientes
mutuamente alimentadas: la ira, que demandaba explicación a tanto fraude
y la racionalidad, que se preguntaba por las causas y requería
propuestas alternativas.
Nada era casual ni efecto del fatalismo. Ni
nadie de los indignados pretendía reducir la historia de nuestra
democracia a cero, ni encaramarse a plataformas de obvio infantilismo o de
carácter violento y dictatorial.
A los “populistas” se les acusa de no tener
teorías o presupuestos que aclaren la realidad. Pero, ellos ejercen un análisis
directo de la realidad, que se extrae de situaciones concretas de engaño,
injusticia y robo, vividas a diario, que les llevan a establecer relación entre
los hechos y las causas que los producen y a señalar propuestas alternativas.
Los ciudadanos llevan meses y meses haciendo esto.
Su ejercicio es simple y pertenece a todo
ser humano. El tratar de hacer el bien y evitar el mal, el respetar a los demás
como yo quiero que me respeten, el ser justo y veraz, el repudiar toda
discriminación, el sentir como propia la humillación, el engaño, o el
menosprecio hecho a los demás, el sentir que me hierve la sangre cuando se
ofende, explota, esclaviza o manipula al prójimo, todo eso tiene una bella
teoría que lo sustenta y que es la propia naturaleza,
que constitutivamente nos lleva a obrar así.
Vemos y sentimos
- Lo que es humano e inhumano.
- Lo que es justo e injusto.
- Lo que nos enaltece y lo que nos envilece y, a
la vez, promulgamos normas que corrigen los errores y
rechazan la corrupción, la mentira, la soberbia, la hipocresía, la
insolidaridad.
Lo nuestro,
es decir, lo humano:
- No
es el acumular sino el compartir.
- No el
lucro sino la cooperación.
- No
la indiferencia sino la ternura.
- No
la avaricia sino la generosidad.
- No la
felicidad a solas sino en compañía.
- No la elevación de clase por el tener sino
la igualdad por el ser.
Eso se puede hacer sin conocer a Marx,
sin la influencia de eminentes maestros, sin títulos universitarios de Harvard,
simplemente con seguir las pautas íntimas de nuestro ser y que todos hemos
aprendido en la familia, en la escuela y en la cultura más tradicional de
nuestros pueblos y ciudades.
Y, desde esa ética común y natural, todos
entendemos la indignación, la protesta, la movilización y las alternativas del 15-M
y otras plataformas, que ahora desembocan en política con el
propósito de articular nuevas formas de participación y representación
democráticas. No están contra el sistema democrático sino contra la perversa
utilización que de él han hecho falsos demócratas.
Nos atenemos a lo evidente
Para los ciudadanos la Gran Carta que
regula la convivencia es la Constitución. La Constitución española es
democrática, se apoya en principios democráticos y cuando
alguien incumple esos principios, deja de ser demócrata y entonces hay que
aplicarle las correcciones y sanciones correspondientes.
Pues bien. Miles y miles de ciudadanos, de
esos que nutren los nuevos partidos, se han hartado de denunciar fallos y
transgresiones que contradicen nuestro sistema democrático, de
aportar reformas concretas, y los depositarios de nuestra democracia
han seguido sordos y ciegos, sin adoptar medidas político-democráticas que
acabasen con conductas intolerables.
La Declaración Universal de los Derechos
Humanos, por nosotros suscrita, dice: “Toda persona tiene todos los
derechos y libertades proclamados en esta Declaración” (Art. 2). “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure,
así como a su familia, la salud y el bienestar y, en especial, la alimentación,
el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales
necesarios” (Art. 25).
La Constitución Española proclama: “Todos los españoles son iguales ante la ley” (Cap. II, Art.
14). “Los poderes públicos promoverán las condiciones para que la libertad y
la igualdad sean reales y efectivos” (Til.
Preliminar, Art. 9). Los poderes públicos
“promoverán aquellas condiciones que garanticen el derecho al trabajo y a
una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su
familia” (Cap. 2, Art.
35). “Regularán la utilización del suelo de acuerdo con el interés general
para impedir la especulación y hacer efectivo el derecho de todos los españoles
a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” (Cap. Ii, Art.
47).
Los ciudadanos entienden que es deber
prioritario de todo Gobierno satisfacer estas necesidades y asegurar estos
derechos y rechazan una política económica, impuesta desde la Troika y
otras instancias internacionales, que desatiende el valor de la igualdad y
avanza a base de triturar a los que, por carecer de circunstancias positivas en
su vida, aparecen como más indefensos y vulnerables. Son estas normas las que
inspiran la política de los nuevos partidos –ese fantasma populista que
ahora recorre el alma y calles de nuestras ciudades- y a los que se les acusa
de proceder irracionalmente, sin apenas formación, sin experiencia, sin
preparación ni habilidad para hacer política.
Se comienza a hacer política con la
denuncia de fallos básicos que hay que reformar: abusos y corrupciones
intolerables, discriminaciones permanentes ante la ley, crueldad de los
desahucios, consentida evasión de capitales a los paraísos fiscales, etc. Y la
denuncia se completa con propuestas alternativas que democráticamente hay que
determinar.
Sin embargo, los grandes partidos no han
movido ficha ni puesto remedio a nada o casi nada de cuanto salía de las
entrañas y voz del pueblo, aceptando sumisos las directrices economicistas
de la dictatorial Troika y otras instancias internacionales.
Resulta, por tanto, que apuntar a la eliminación concreta
de abusos y transgresiones y ejercer de verdad una política
democrática –cuya soberanía está en el pueblo- es defender la Constitución y
resulta ser populista: “Lo concreto es populista. Si dices, verbigratia,
que convendría auditar la deuda, eres populista. Si dices que los paraísos
fiscales deberían prohibirse, eres un populista. Si recuerdas que a las grandes
fortunas se las provee de herramientas para burlar a Hacienda, eres populista”
dijo Juan José Millás.
A nuestros jóvenes políticos, bien formados
en la Universidad y preparados con Licenciaturas y Doctorados, con títulos y
prácticas, reclamados desde otros países para impartir saber científico,
tecnológico, ético y educación superior, se les etiqueta de infantiles, de
seguir arbitrariedades o veleidades populistas como las del militarote
Chávez o el tornero sin letras Lula.
Los anti populistas también denuncian y
piden reformas, pero se queda en el Olimpo de lo abstracto, sin exigir
responsabilidades a quienes han delinquido y pervertido nuestro
quehacer democrático.
¿Entonces? Tres cosas:
- Estamos en tiempos nuevos. Nuevos por una mayor información y
conocimiento, que atraviesan hoy la vida entera como nunca antes
ocurrió. Desde la infancia, las antenas socioculturales impregnan
nuestro contorno y rellenan nuestras almenas sensitivomentales.
¿Hay controles que impidan percibir las ondas de cualquier acontecimiento,
noticia o debate? El individuo, antes aislado y protegido, queda ahora
abierto e indefenso, solicitado por la polivalente red informativa.
- La democracia es cosa del pueblo, de una mayor participación y representación. La novedad está en que el gobernar deja de ser propio de una élite, y pasa a ser cosa de todos, con mayor participación y representación. Ambas cosas, porque una democracia participativa sin representación no funciona, y una democracia representativa sin participación tampoco. Los populistas es esto lo que están ensayando y tratan de lograr. ¿Cómo? Es la tarea, convertida en desafío, para ellos y para todos. Tarea que no continuaron ni la quisieron o supieron hacer los clásicos de la democracia. Y es lo que, con nueva conciencia y entusiasmo, buscan crear los populistas para bien de todos.
- Bajo la prioridad de una ética universal, sustentada en el principio de la igualdad. Es lo más original y revolucionario. Original, porque está en el origen de nuestra vida y jamás debió olvidarse. Y revolucionario porque la conciencia humana ha logrado globalizar la dignidad humana: todo ser humano es sujeto de unos mismos derechos. Y desde esa dignidad constitutiva, cae toda suerte de patriarcalismo, imperialismo y clasismos que pretendan marcar niveles de rango y discriminación ética.
Es la igualdad la que acaba con el orden
viejo de naciones del Primer Mundo y del Tercer Mundo, la que acaba con la
hegemonía económico-política de grupos reducidos –los más fuertes- sobre los
más débiles, la que acaba con procedimientos y prácticas discriminatorias del
pasado, la que acaba con toda política de privilegio, pudiendo entonces decir
con verdad que “Todos los españoles son iguales ante la ley”.
El cambio y la reforma de la sociedad, que
se llama democrática, la superación de sus crisis, no irán a adelante si su
convivencia no se cimenta sobre este principio fundamental, asumiendo las
consecuencias que de él derivan.
Sospecho si los tiros contra el fantasma
populista no nacen de este miedo contra la igualdad. Sólo que, en este
caso, la igualdad no es un ente inexistente, sino un propio de todo ser humano,
absolutamente real.
¡Loado, pues, el fantasma populista.
(Benjamín Forcano. Sacerdote y teólogo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario