14 de julio de 2007

Como una luz sobre el monte

El sacerdote y profesor de teología moral, Benjamín Forcano, ha aceptado amablemente una invitación a colaborar en nuestro blog que acogemos con gratitud y orgullo. El que hoy publicamos también se puede leer en atrio.

En la mesa de la Eucaristía tienen asiento preferente los más pobres

Rara vez un hecho como el de la parroquia de San Carlos de Borromeo se ha convertido en signo de nuestro tiempo. La sociedad ha despertado y, un tanto agitada, ha puesto sus ojos interesados en lo que ocurría en esa parroquia. Han pasado semanas y hemos visto cómo miles de personas hablaban sobre el tema, tomaban partido, preguntaban, escribían y ese hecho “religioso” llegaba a los medios con relieve desconocido. Ateos y apóstatas aplaudían la labor de la parroquia y estampaban su firma a favor, mientras católicos ultraconservadores descubrían desviaciones y campañas para cercar y desacreditar a la Iglesia católica y, entre ambos, la gran mayoría viendo bajar o subir la balanza, repartiendo a conveniencia elogios o reproches, nunca se sabe.

Adhesión, reprobación, equidistancia.

Tres palabras, seguramente adecuadas, para describir el cuadro.

Con mayor o menor conocimiento, la gente sabe y no tolera una Iglesia dividida, donde siempre una parte, la clerical y monopolizadora, aparece propietaria, y dominadora. Se trate de lo que se trate, y aquí estaba en cuestión la misión que le constituye y caracteriza, la autoridad acaba condenando y creyéndose y haciendo creer que la verdad está de su parte y legitima sus decisiones. ¡Hay que salvar la dignidad de la liturgia, evitar la profanación de la eucaristía, no confundir lo sagrado con lo profano! La adoración de Señor Jesús en el templo, con todos los detalles que la historia y el tiempo ha ido acumulando, la celebración de su sacrificio con todos los rituales que se han ido estableciendo, la comunión con variaciones seguramente antiteológicas que se le han ido sumado, las oraciones, lecturas y ritos repetitivos, el sagrario, el confesionario, la exposición del Santísimo como si el Señor Jesús estuviera allí sola, solitaria y preferentemente, las procesiones, el sentarse, arrodillarse o ponerse de pie, (cosas que no conocieron cristianos de generaciones anteriores), el persignarse, el respetar los grados y niveles de los participantes, interesa más que la esencia a que todo eso sirve.

Al fin y al cabo, la Eucaristía es nada sin Jesús, y es sacramento admirable en cuanto nos acerca a él, nos lo muestra y nos ayuda a vivir como él. Es muy difícil reconocer en muchas de las eucaristías actuales la vida de Jesús, su manera de relacionarse con Dios, con el prójimo, con la sociedad, con el mundo entero. Son eucaristías rituales, excesivamente centradas en el cura, repetitivas, con uniformado sabor y forma, un estereotipo casi muerto de la vida de Jesús, símbolos no de una vida apasionada, vibrante, empeñada realmente en las causas y propósitos de Jesús, sino recitación monótona de palabras y gestos a los que se les ha caído su valor humano y contenido más sagrado.

Por lo menos, habría que hacer un cierto examen de muchas de estas cosas que se dicen ser la Eucaristía u ocurrir en torno a ella, para no exaltarlas y exigirlas como parte esencial o principal de la misma. Tal como el Vaticano II ha establecido, la renovación es un imperativo de nuestro tiempo, han sido muchos los abusos y deformaciones tradicionales, y se requiere volver a descubrir lo principal y cambiar y adaptar lo secundario a las exigencias y circunstancias de nuestro tiempo. Hay que afirmarlo y denunciarlo fuertemente: demasiados cristianos desconocen y han desoído esta renovación y se empeñan en ver todo progreso como desviación. Su modelo y meta parece seguir siendo sigue siendo el concilio de Trento.

Quien quiera conocer, saborear y celebrar a fondo al Eucaristía que conozca, saboree y celebre a fondo el seguimiento de Jesús. Entender la vida como Jesús, hacerse amigo, compañero y seguidor suyo es obrar como El obró, orar como él oró, tener a Dios como Padre-Amor, apostar por los débiles y más pobres, denunciar las imposturas de los grandes, no transigir con la injusticia y la opresión, desenmascarar las idolatrías del legalismo, del racismo y del nacionalismo, entregarse en cuerpo y alma al servicio del Reino de Dios cuya soberanía es el amor, señalar los caminos de las bienaventuranzas, perseguir la utopía de crear la universal familia de Dios: todos hermanos y, si hermanos, iguales.

Seguramente, en este ideal andan mezclados católicos y muchos que no lo son. Y, por eso, en el contexto y escenario de una liturgia más sencilla y más viva, más cercana y comprometida, gentes de toda condición, se han levantado, protestado, indignado y llorado por la prohibición de la autoridad eclesiástica. No, en la parroquia de San Carlos Borromeo ha estado siempre presente la celebración de la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús inseparables de la vida, pasión, muerte y resurrección de otros muchos Jesuses de nuestro tiempo.

Los curas y fieles de San Carlos Borromeo han seguido ciertamente la tradición del Señor, la que nos viene de los apóstoles, a los que por supuesto le resultarían incomprensibles muchas cosas de nuestra liturgia, pero entenderían a maravilla aquello que fue y será el corazón de las eucaristías de todos los tiempos: “Cuanto hicisteis con uno de estos hermanos míos pequeños, conmigo lo hicisteis”. Lo hicimos, lo hicieron aun cuando los que lo hicieran no supieran que lo hacían a El. Esa es la piedra de toque, el criterio sustancial para saber sin estamos con Jesús, con el verdadero cristianismo, celebrando la verdadera Eucaristía. Y, a partir de ahí, podremos concluir si nos sentamos de verdad a la mesa del Señor para celebrar el memorial de su muerte, si comemos dignamente su cuerpo y sangre, si lo adoramos realmente en la presencia manifiesta de cada prójimo, si abusamos o profanamos este sacramento, si nos apartamos o estamos dentro de la verdadera fe y comunión eclesial.

Quien tiene fe en la vida del prójimo, de todo prójimo, tiene fe en Dios; tiene fe en Jesús que nos revela a todos como hermanos y a Dios como Padre; quien tiene fe en esa energía secreta y universal, que es el amor, difundido en todos por Dios, se suma a todo esfuerzo por crear y hacer visible la fraternidad universal. Si Cristo es amor, evidentemente la Eucaristía es amor; y si Cristo amor es entrega, servicio, amor universal, y con predilección preferente por los pobres, la Eucaristía es eso y cuando la celebramos es para llenarnos de ese amor y no para observar si guardamos otros detalles menos importantes y determinar, a través de ellos, si celebramos de verdad la Eucaristía.

¿Cómo nuestros hermanos de San Carlos Borromeo podían entender y tolerar que su compromiso de seguir al Señor lo separasen del compromiso de celebrar la Eucaristía? Si apuntamos a Cristo, que es la misma Eucaristía, sabremos relativizar lo que es relativo y cuidar lo que es esencial, superaremos todas las divisiones y, al final, Dios será todo para todos.

Benjamín Forcano
Sacerdote y Teólogo

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