11 de marzo de 2013


NO volverá el diablo Hugo Chávez. Las campanas del mercado suenan "ebrias de gozo", como dirían Les Luthiers, y los medios de comunicación analizan el tema. En el gran teatro del mundo, el sistema al que Chávez combatiera me ha otorgado el papel de abogado del diablo que con sumo gusto ejerzo. Es la excepción que confirma la regla de lo que el profesor Enric Saperas hace ya casi tres décadas definió como autolegitimación de los medios, o sea, un mensaje a favor y diez mil en contra. No me importa ejercer de tonto útil en esta dictadura de luces de neón en la que habito. Comprendo que lo que debe hacer una estructura de poder es protegerse de quienes desean superarla, lo que no comparto es que se haya bautizado a sí misma como la democracia mientras que Chávez (a pesar de todas las elecciones que convocó y ganó, según nuestros principios occidentales) fuera el dictador porque, sencillamente, cumplía su programa electoral (como Morales o como Cristina Fernández) y envió a paseo a los que mandan porque él no sólo quería gobernar sino, también, mandar, que no ha sido el caso ni de Zapatero antes ni de Rajoy ahora. 

Estuve por primera vez en Venezuela en 2002, en plena huelga patronal contra Hugo Chávez, con cuatro colegas de la universidad. En el Palacio de Miraflores tuvimos una comida privada con el presidente. Cuando terminamos la comida y una larga sobremesa y nos íbamos, Chávez me agarró por el brazo, me miró a los ojos y me dijo: "¿Ves mi cara? Esto no me lo perdonan". Se refería a su aspecto indígena. Antes, uno de sus militares leales nos había contado que él se había formado en los Estados Unidos bajo la premisa de lo que lo que es bueno para EEUU es bueno para América pero nos aclaró que se había dado cuenta de que esa bondad en realidad se centraba en los propios EEUU. Sin duda, algo esencial estaba cambiando en América Latina. 

Durante mi visita de 2002, además de la huelga patronal, un grupo de militares se había atrincherado en el adinerado barrio de Altamira y desde allí llamaban a la rebelión contra el presidente. En mi habitación del hotel, veía cómo las televisiones privadas invitaban a los militares al golpe de Estado y clamaban a favor de la insurrección popular. Chávez nos dijo que desconocían el paradero de miles de millones de dólares que en los últimos años no había ingresado la empresa estatal del petróleo. 

En los últimos dos años he estado en centros académicos de Miami, Caracas y La Habana. Puedo así comparar, reflexionar, comprender a unos y a otros. Pero en esta vida hay que elegir, estamos ya acostumbrados a la relatividad del pensamiento posmoderno. A mí me gusta apostar por lo imposible, tal vez por los perdedores y, sin cerrarme a nada ni a nadie, me siento al lado de personas como Chávez, Correa, Cristina Fernández, Morales o Lugo, que pretenden ser ellos mismos y ejercer el derecho a equivocarse: pretenden ser maduros. Por tanto, más que con Chávez, estoy con lo que significa: el intento de los seres humanos por entendernos bajo unos parámetros diferentes a los de un sistema que, aunque no tenga enemigos a los que culpar, no sólo no ha sido capaz de avanzar desde finales del siglo XX y lo que llevamos del XXI en la protección de sus ciudadanos sino que los ha abandonado, está liquidando dignidades e ignora lo que significa la palabra empatía. 

Chávez lo estaba intentando, quería un mundo al que nos obligan a despreciar, por caduco. Y lo hace un sistema que comenzó a asentarse en el siglo XVII y nos ha llevado a esta situación. ¿Qué celebra? Es la risa de la hiena que, como dijo Jaimito a la seño en la escuela, si siempre va sola, se alimenta de carroña y copula una vez al año, ¿de qué se ríe? Ya no están los grandes diablos con sus misiles nucleares SS-20 apuntando desde la URSS a Occidente, la izquierda occidental, por lo general, o en su faceta más oficial, coquetea con el sistema al que dice cuestionar. El principal enemigo del mercado es el mercado mismo, está solo, ¿de qué se ríe?

(Ramón Reig. Diario de Sevilla)

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