22 de marzo de 2012

Perdidos en el Callejón del Gato


No solemos ser conscientes los andaluces de la fuerza de nuestra tierra. Estamos tan acostumbrados a que nuestra realidad, como el esperpento de Valle Inclán, se pasee por los espejos deformantes de los callejones oscuros de Madrid o Cataluña que apenas nos atrevemos a decir quiénes somos.

Durante siglos se ha trabajado en nuestro inconsciente un turbio complejo de inferioridad, una falta de estima por nuestros valores, nuestras formas de vida y éxitos cotidianos. Llevan decenios propagando ideas falsas sobre Andalucía y, aunque finjamos que estas gotas de lluvia han resbalado sobre nuestra piel, han acabado por afectar a nuestra conciencia donde flota la idea difusa de que lo nuestro es peor que el resto, nuestro trabajo de peor calidad, nuestros servicios inferiores e incluso nuestro acento -tan moderno y económico- han querido convertirlo en un rasgo de inferioridad cultural. Andalucía es algo así como la cultura de los de abajo, por eso el antiandalucismo se ha convertido en el leitmotiv de todos los que quieren ascender en la escala social, aunque sea a costa de pisotear a su propia gente.

Se han apropiado de la identidad andaluza y nos han hecho creer, después, que no la tenemos. Nos dicen que no somos nadie; nos ningunean hasta en los mapas del tiempo, porque no pueden entender que una identidad no se construye solo sobre fronteras, imposiciones, distancias; que una identidad puede estar compuesta de derechos sociales, de valores, de formas de vida mucho más abiertas e incluyentes que el resto.

Por eso, sin Andalucía, sin su peculiar composición social, sin su demanda pacífica de igualdad y de libertad, la historia reciente de España se hubiera escrito con tintes más sombríos y más insolidarios. Si la autonomía andaluza no hubiera irrumpido con fuerza en el escenario estatal, entre el Norte y el Sur, entre el centro y la periferia, se hubiera abierto un abismo social. Si Andalucía no hubiera puesto el acento en los servicios públicos y en los derechos ciudadanos nuestro país se parecería en desigualdad a la vecina Italia, cuyo Sur no tuvo nunca una Andalucía que reclamara mayor reparto de la riqueza. Sin Andalucía, el nacionalismo periférico catalán y vasco junto al centralismo de Madrid, hubieran creado un desierto por debajo de la M-30.

Ahora nuevamente Andalucía es la clave de bóveda de los tiempos futuros. No somos apenas conscientes de nuestra importancia. La sola convocatoria de elecciones autonómicas ha paralizado los Presupuestos Generales del Estado, ha reducido levemente los objetivos de déficit, ha suspendido en el aire la tijera de podar, ha retrasado la agenda legislativa del Gobierno de copagos, repagos, tasas y privatizaciones. Si las elecciones andaluzas fuesen solo una cuestión de alternancia política, de simple traspaso de poder, no esperarían con el aliento contenido la resolución final de las urnas.

Esto no significa que el caudal reivindicativo y de cambio de nuestra tierra haya sido bien administrado por sus gobernantes. Ha sobrado clientelismo y paternalismo -el verdadero caldo de cultivo de esa maraña oscura de los ERE fraudulentos-, ha faltado sociedad civil crítica y potente. Ha sido un tremendo error la apuesta continuada por el ladrillo, la connivencia con la economía sumergida y la debilidad para afrontar los cambios económicos que se necesitaban.

A pesar de esto Andalucía, no su gobierno sino su pueblo, sigue siendo el obstáculo fundamental para las operaciones de venta y desguace del Estado que ahora nos exigen con tanta fuerza los mercados; el lugar donde todavía late la posibilidad de otra política que no pase por cambiar el contrato social básico de nuestra democracia. Por eso, la operación de calado no es cambiar el signo de su Gobierno sino alterar los valores sociales igualitarios y vivenciales sobre los que se ha asentado nuestra mejor historia. Como hicieron con la cultura integradora del viejo Madrid.

(Concha Caballero. El País)

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