20 de marzo de 2012

Testigos de niños, testimonios de ancianos

El proceso de Kafka cuenta la condena de un inocente. El acusado, Josef K, vaga entre funcionarios judiciales buscando la razón de su culpa. Harto de proclamar su inocencia —"como hacen todos los culpables", le dirá el capellán de la prisión— acabará descubriendo que ha tenido la mala suerte de topar con un tribunal que "arresta a personas inocentes".

Kafka es un exagerado porque los tribunales no están para acusar a inocentes, todo lo más para silenciarles, como hizo el juez del Supremo, Juan Saavedra, que despidió a quien llegó hasta él para pedir justicia por sus muertos y desaparecidos con un "absténgase de perturbar al Supremo".

Hace ya unas semanas una pequeña muestra de los miles de asesinados se ha hecho oír. Es una novedad. No venía por lo suyo sino para defender al único juez que prestó oídos a su testimonio. Aunque han entrado por la puerta del servicio, los jueces —y con ellos la opinión pública— se están enterando. Muchos de ellos eran niños cuando ocurrieron los hechos y hoy, cuando los cuentan, son octogenarios. Todo un mundo de silenciamiento, callando lo que sabían, como Concepción González, de 83 años, a cuyo padre "unos falangistas lo molieron a palos". Siempre supo quién había sido el asesino porque se paseaba por el pueblo con el reloj robado a la víctima, pero no podía decir nada. Jesús Pueyo quería saber cómo habían matado a su padre y a sus tres tíos, por ser rojos, y a sus dos primas, por bordar una bandera republicana. Y dónde estaban porque no había podido enterrar a ninguno. Aunque había ensayado bravamente para no llorar ante los jueces, no pudo llegar a tiempo. Murió con 90 años de espera. María Martín, de 81 años, lleva toda la vida pidiendo razón de su madre y de otros 27 republicanos, asesinados en algún lugar de Arenas de San Pedro, que ella sí se sabe, pero donde no la dejan escarbar. Ha escrito al Rey y a todos los mandamases sin repuesta alguna. Sólo el juez Garzón. Dijo que si le condenaban "se borraría de española". ¿De qué sirve un país que no permite enterrar dignamente a sus muertos?, se dice esta anciana Antígona.

Avergüenza pensar que nuestra historia reciente se haya construido sobre tanta crueldad y tanto sufrimiento

Han sido pocos los relatos, pero tan elocuentes que avergüenza pensar que nuestra historia reciente se haya construido sobre tanta crueldad y tanto sufrimiento. Josef K murió, dice el asesino, "como un perro", pero no era un perro porque su muerte ignominiosa, añade el narrador, "fue como si la vergüenza le hubiera sobrevivido". La sangre del inocente nos avergüenza.

¿Por qué tanto empeño en privar a la sociedad de estos testimonios? ¿Por qué los testimonios de estos niños que han llegado a viejos esperando ante la ley que se les dé paso, son tan peligrosos?

Quizá sirve de ayuda otro caso, el juicio a Eichmann en Jerusalén, en 1961. Ben Gourion quiso utilizar el caso para reforzar, dentro y fuera, la estrategia sionista de su gobierno. Dentro, abogando por el tipo de judío que representa Paul Newmann, en Exodus, activo, luchador, nacionalista y no como esos pobres de la diáspora que víctimas de su pacifismo se habían dejado matar como corderos. Y fuera, pidiendo el respeto y la confianza en un Estado, el de Israel, dispuesto a que no se repitiera el genocidio del pueblo judío. Con lo que no contaban los políticos era con el testimonio de los sobrevivientes que vivían silenciados en el propio Estado de Israel. De repente muchos descubrieron los horrores del Holocausto y se preguntaron si el vecino de al lado podría ser uno de los que tuvieron que cavar su propia tumba, o escapó por suerte de la selección, o tuvo la desgracia de pertenecer a un Sonderkomando o combatió en el gueto o sobrevivió de alguna manera a aquel infierno. Todos conocían la tragedia pero desconocían las experiencias trágicas que el compañero de trabajo, el amigo y hasta el familiar, rumiaban en la intimidad. La sociedad se conmovió y se pegó a los transistores como si del dial emanara la substancia cohesiva de una nueva sociedad. Israel ya no fue el mismo país. La memoria de la Shoah entró a formar parte de su identidad nacional. ¿Es eso lo que temen, que repensemos cómo somos?

Claro que son casos diferentes. Los israelíes tenían que vencer el muro de silencio y de ignorancia pero contando con una sociedad bien dispuesta. En España también hay que derribar un muro de silencio, pero desde una sensibilidad decididamente opuesta, en el caso de los herederos del franquismo, o prudencialmente distanciada, en el caso de los protagonistas de la transición. Ahora bien, lo que piden los testigos es ser escuchados y que se les haga justicia, aunque sea bajo la forma modesta del reconocimiento de una injusticia. No venganza, sino piedad. Pero ni eso, de ahí que fuera de España nadie entienda lo que ha hecho el Supremo con la justicia.

(Reyes Mate. El País)

No hay comentarios:

Rebelion

Web Analytics