17 de noviembre de 2012

España, eurocampeona de los desahucios.



        

Ha estallado el dolor y la vergüenza  de quienes, finalmente, se reconocen humanos, solidarios con quienes padecen  inmerecida desigualdad e intolerable injusticia. 

Jueces y políticos –aún no lo banqueros , empresarios ni financieros- que lo sabían mejor que nadie, no han podido callar, o mejor taparse la cara ante el clamor de la sociedad, y han decidido acometer reformas y propuestas. 

Ha sido la prueba más lacerante  de la ausencia, lejanía e insensibilidad de la  sociedad a la que debían servir. De espaldas, pasivos, meros espectadores, con miedo, metidos en  problemas internos, dentro de un nivel de vida más que confortable.

 ¡Demasiado tarde!, para remediar y olvidar esa montaña de amargura y desespero de miles y miles de vidas humanas, levantada sobre más de 400.000 desalojos. ¿Demasiado tarde?

En julio de 2012

        Hay cosas que ni siquiera la deformación, la  modorra ni la alienación a que  nos hemos sometido en el  sistema neoliberal  las pueden  explicar ni justificar.  No entiendo cómo una sociedad desarrollada, - la cuarta economía de la zona del euro- con bienes,  leyes y mecanismos  para que ninguno de sus ciudadanos  deje de  satisfacer  sus derechos fundamentales, permite que  puedan darse en ella las cruces  sangrientas y deplorables  de los desahucios. Y, según estadísticas del Consejo General del Poder Judicial, lo van a sufrir en los cinco próximos años, más de 350.000 familias.

        No lo entiendo. Y, a propósito de ellos, se me cuartean todas las paredes humanistas, cristianas, jurídicas y políticas de nuestra democracia. 
 Lo que ocurre con los desahucios es un crimen de humanidad, de impiedad absoluta, que debiera avegonzarnos a todos. Y que se puedan llevar a cabo  a la luz pública,  exhibiendo  prescripciones y órdenes legales,  con anuencia de jueces, notarios y empresarios  y con ejecución impávida de polícias, dejando en la calle, sin casa, a familias enteras, me parece no sólo abominable sino contradictorio con todos los mandatos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos,  de nuestra Constitución y de nuestra omnipresente Fe católica.

        No se precisa ser occidental ni cristiano para aseverar que la vida de todo ser humano es sagrada, “homo homini res sacra”, y que –lo repetimos todos- la vida de un solo ser humano vale más que el oro del todo el mundo. Las cosas materiales están en otro plano,  son medios y mercancías que se pueden comprar o vender, tienen precio. Pero el ser humano está por encima, en otro plano,  que lo constituye en fín y no en  medio, con  valor ilimitado, no canjeable por nada.

        En esta sociedad, de ricos y pobres, de una minoría que vive opulentamente y goza de monopolios y privilegios, de una gran clase media que vive bien y con un grado alto de prosperidad y bienestar, y de una mayor clase trabajadora que trabaja las mismas horas pero con sueldos muy inferiores, y con una gran clase pobre, que aun queriendo trabajar, no lo logra y se encuentra  necesitada, desatendida, marginada, angustiada,… en esta sociedad,  los principios ético- racionales y espiritual- religiosos, que  debieran regir y ordenar solidariamente nuestra convivencia, no funcionan, se muestran  impotentes y estériles ante los desahucios. 

Y eso significa que nuestra cultura está deshumanizada, pervertida,  instalada en la hipocresía.  Éticamente, legalmente y políticamente estos casos no debieran darse,  no debieran tener cabida en nuestro ordenamiento jurídico-político. Es lo que, con meridiana claridad, se desprende de todas las leyes que nos hemos dado:

1.Declaración universal de los Derechos Humanos

-  “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declararación (Art. 2). En concreto, 

-“Todos son igual ante la ley, y tienen,  sin distinción, derecho a igual protección de  la ley” (Art. 7). 

- “Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, a los recursos del  Estado y la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad” (Art. 22). 

-“Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo. Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por trabajo igual. Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa  y satisfatoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social” (Art. 23). 

Toda persona tiene derecho  a un nivel de vida adecuado que le asegure , así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial, la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios” (Art. 25). 

2. La Constitución Española

        La Constitución Española ya en  el Preámbulo declara que “La Nación española desea proteger a todos los españoles  en el ejercicio de los derechos humanos”, para lo cual, reconociendo que “Todos los españoles son iguales ante la ley” (Cap. II, Art. 14),  encomienda a los Poderes públicos “Promover las condiciones para que  la libertad y la igualdad sean reales y efectivos” (Tít. Preliminar, Art.9); entre esas condiciones están las de garantizar  “El derecho al trabajo  y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia” (Cap. II, Art. 35), “Promover una distribución regional y personal más equitativa” (Cap. II,  Art. 40), y “Regular la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación y hacer efectivo el derecho de todos los españoles  a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” (Cap. II, Art. 47).
 
3. Una nación orgullosa de ser mayoritariamente católica 

        La fe católica ha configurado de arriba abajo la sociedad española en  instituciones y costumbres. No hay ámbito o dimensión  de su historia que no lleve su huella. Pero, con todo derecho, sin negar  lo que representa esa presencia y desarrollo históricos, confrontamos  la vida pública de esta sociedad  mayoritariamente católica, con los postulados del Evangelio. Y la confrontamos con el hecho concreto de los  desahucios, que la impugnan y clamorosamente  la han cuestionado el 29 de junio en la catedral de la Almudena de Madrid. 

        Que un grupo de desahuciados, asistidos y  apoyados por la PAH-Madrid,- Plataforma de los Afectados por la Hipoteca-, eligieran la catedral como lugar para formular su protesta, denunciar los desahucios   y asegurar  una negociación de cara a unos derechos suyos en juego, no es ningún desatino, ningún delito y, por supuesto, nada que tenga que  ver con la profanación del templo. 

        Al respaldo de  las leyes en este caso, se suma la inequívoca y luminosa  fuerza del mensaje de Jesús: El templo verdadero que hay que respetar y en el que se reconoce a Dios es la persona humana, que está por encima del templo material. Toda la línea profética, realzada por el Nazareno,  destaca este particular: el culto es valioso, pero en cuanto expresión y ratificación de la justicia, de la verdad y del amor. Un culto que no lleve esa marca, le resulta a Dios nauseabundo y aborrecible.

        Los desahuciados son un caso respecialmente vivo y concreto de los  preferidos de Jesús de Nazaret. Nuestra Sociedad Democrática,  con nuestro Estado de Derecho y nuestra Jeraquía  eclesiástica, fiel a Jesús,  lo menos que pueden hacer es salir el encuentro de esos dramas, escucharlos, atenderlos y tratar de solucionarlos con los responsables

De no hacerlo, trastocamos el orden más humano,  el sentido común y los valores básicos de la Etica y del Evangelio.  Para rodeos ante los vulnerables, asaltados y caídos ya hicieron bastante los levitas y sacerdotes de Jerusalén, que pasaron de largo para irse al templo. Jesús ensalzó al buen samaritano (despreciado, de segundo orden, poco ortodoxo) que tuvo corazón y supo recomponer  una existencia maltrecha. 

Si hay dinero para los que se han enriquecido malamente a base de engañar y  robar, - se les ha ellos- repuesto miles de millones de euros sin  procesar a uno solo de debe haberlo para los que con trabajo o sin él,   con dificultades y apuros extremos procuran pagar y no llegan. Alancearlos legalmente y echarlos a la calle, es una canallada. Nuestro Estado Democrátíco y de Derecho legisla mil veces y con mil avisos para que esto no ocurra y, si llega el caso,  se le busque solución humana adecuada. Aplicar a ojos ciegas la ley  es hacer sabio el dicho de que “¡Summun ius, summa iniuria!”, ¡Supremo derecho, suprema injuria!  

Ciertamente, esto sólo ocurre en la jungla de nuestras urbes, donde la relación humana directa, el valor de cada uno de nosotros  como persona y como hermano, prójimos solidarios,  se ha diluido o deglutido.

Aquí, sólo cuenta el negocio propio, el triunfo personal, sacar a flote el máximo beneficio, aún a costa del sufrimiento y acaso muerte de no pocos. Y, no sólo  financieros y gestores públicos, sino muchos ciudadanos hemos entrado en la dinámica de la especulación  alquilando o comprando pisos para venderlos luego  al poco tiempo por el doble o más.

Se dice pronto, pero es para pensar a dónde nos ha llevado esta furia neoliberal consumista, que compagina grados insultantes de lujo con casos extremos de necesidad y miseria, derechos pisoteados con privilegios  intolerables,  sin que seamos capaces –ni lo sean nuestros Gobiernos como es su deber- de decretar soluciones acabando con la surrealista cifra de seis millones de pisos vacíos frente a miles de personas y familias a las que se les cierra la posibilidad de una vivienda digna, conforme a su situación, trabajo y derechos.

Necesitamos una mentalidad nueva, un compartir más y un acumular menos, una Administración nueva y una Política nueva. Eso, y no el progreso desigual, individualmente endiosado, es lo que nos hace una nación digna, grande, democrática, humanista y cristiana de verdad. 

(Benjamín Forcano, Teólogo y sacerdote expulsado de su orden a instancias del actual papa, Benedicto XVI)

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