21 de agosto de 2008

Panticosa agredida

Benjamín Forcano

Lo que era de todos, quedó para unos pocos


Con ilusión el 30 de julio decidí, en unión con cuatro amigos/as más, visitar Panticosa. Hacía unos quince años que no subía a esas alturas de unos 1700 m. Abajo, a unos 8 km. se encuentra el pueblo de Panticosa. Serpeamos la carretera que nos elevaba entre paisajes de acantilados y montañas, anticipo de la maravillosa vista que se desplegaba al final.

Como a un km. antes de llegar, topamos con un claro stop. Un atento joven, con caseta al lado, nos indica que no se puede pasar y que debemos retroceder para aparcar donde podamos en los márgenes de la carretera. Le pregunté:

- ¿Entonces, esto no es Panticosa? ¿Hay que seguir subiendo?
- No, lo es. Deberán caminar hasta llegar.

Agarramos nuestra mochila y enfilamos hacia Panticosa. Enseguida nos recorta el paso, una saliente y poderosa encofrada construcción: "Embotelladora".

Avanzamos y yo seguía esperando encontrarme con el Panticosa soñado, para mostrarlo gozoso a mis amigos. No. Primero, el lago me pareció triste, el acceso al recinto estaba desierto, casi arisco, no había nadie. ¿Y las tiendas? ¿Y la gente? ¿Y los riachuelos que borboteaban por una y otra parte? El césped estaba poco cuidado, salteado con restos de arena y piedras tirados. ¿Dónde vamos? ¡Qué calor tan horrible! ¿Dónde tomamos un refresco, con quién hablamos, dónde nos sentamos?

- Venid, les dije a mis compañeros, que yo sé donde.

Miré, alargué mi vista. Nada. Me acerqué hacia el lago.

- Pero, si aquí había bancos y allí enfrente un trampolín y barcas. Lo han barrido todo. No han dejado un corro donde sentarse, charlar y compartir un bocadillo.
-Mirad, cómo llegan algunas parejas con sus coches de niño, pero no paran, buscan donde descansar, pero imposible.

Todavía ladeé hasta el final del lago. Nada, césped mal cortado, ni un mal asiento, apenas unos pinos al borde del algo para cobijarte. Saludé con gusto a una distinguida señora de Zaragoza, acompañada de una niña. Enseguida me dice:

- ¿Se ha fijado? No han dejado ni un banco. Esto es para que no vengamos ni volvamos.

Ya pude gritar: esto lo han matado. ¿No era Panticosa propiedad del pueblo, patrimonio de la gente? Entré en el único bar y dije: esto lo han matado. No es lo que era. Se nota un plan para ahuyentar a la gente. Vienen pocos y esos pocos no volverán.

Como extraños en el lugar, retornamos al mal aparcamiento y con respeto pregunté al joven vigilante:
- No entiendo lo que ha pasado. ¿Esto es espacio y propiedad pública -del pueblo- o es propiedad privada?
- ¿Ve Vd. este clavo, metido aquí en el suelo? Pues desde aquí hasta arriba es todo propiedad privada. Lo han comprado todo.
- ¿Y el ayuntamiento?
-Les ha puesto unas condiciones mínimas, que dejen pasar a los visitantes.

Entendí todo. Me faltaba la clave: todo propiedad privada. La propiedad privada ha procedido lógicamente y ha construido un complejo fascinante, supervalioso, interconectando balneario, hoteles, patios, pasillos, jardines, todo bello, superacabado, para que los "señores" que allí lleguen no choquen con nada ni nadie que los pueda herir. Van a descansar, recrearse, pasarlo bien y recuperarse. La propiedad privada mira siempre al bolsillo propio, a quienes pueden llenárselo, nunca al Bien Común, el de todos. Y, así, con esa prepotencia que da el dinero, han metido las máquinas y han agredido el contorno de Panticosa y lo van robando.

Qué obra, ¿no?

- Es que, me dijo alguien, hay que ver lo abandonado que estaba esto antes.
- Bien, le repuse, ¿y en lo que estaba abandonado, por qué no lo arreglaron quienes debían para bien de todos? ¿O por qué no conjugaron las demandas de la propiedad privada con las del bien común?

La nueva maravilla tecnológica de Panticosa es nada al lado de la maravilla natural. Y se me empacha cuando, por intereses económicos, la natural se sacrifica a la artificial y, más, si el objetivo es el bienestar y deleite de una "élite más o menos amplia" , a la que se transfiere una propiedad que es de todos. Ahora, Panticosa, no sólo no está "abandonada", sino prohibida (para el pueblo).

Benjamín Forcano

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