16 de noviembre de 2008

A Barack Obama

José Arregui
Atrio

Querido Barack Obama:

No soy más que un pobre franciscano perdido entre espinos y peñas que a veces florecen. Pero la inmensa ola de simpatía planetaria que Ud. ha despertado me arrastra también a mí y me permito escribirle. Sepa que también los petirrojos de Arantzazu le cantan maravillosamente, como sólo cantan cuando el otoño es más bello.

Sr. Barack Obama, nos gusta su nombre. Obama es un nombre redondo, nos llena la boca y el alma. Nos suena a queja y canto del África ancestral, y en ellos reconocemos nuestros orígenes humanos. Y Barack es un nombre árabe que significa “bendito” o “bendición” o “suerte”. Barack Obama: ¡qué hermoso es su nombre!

¡Y qué hermosa es su piel! Dice el Talmud judío que el Bendito, al crear al ser humano –que aún sigue creando, a pura fuerza de modelar y acariciar nuestro barro– mezcló las arcillas de todas las tierras (que aún no eran “países”), para que los humanos se hallaran en casa allí donde se hallaran. Luego sabemos cómo han cambiado las cosas con las fronteras. ¿Quién levantó las fronteras? Su hermosa piel las trastorna y desmiente; su piel es testigo de las muchas tierras de las que es hijo: de la Kenia de su padre negro, de la Norteamérica de su madre blanca, del Hawai de su nacimiento, de la Indonesia de su crianza. Su piel no es bronceada, es negra y es a la vez de todos los colores de la tierra. ¡Cómo nos gusta el color de su piel!

Sr. Obama, también nos gusta su palabra. Sentimos que en sus labios recupera la palabra su verdad originaria, se hace fiable, se vuelve creadora. Nace de dentro y nos llega hasta dentro, aunque sepamos poco inglés. Cuando Ud. nos dice que es preciso crear otro mundo, nosotros le creemos, y nos parece estar escuchando al Misterioso Creador en permanente acto de inventar y pronunciar el mundo como bendición y morada. Otro mundo, señor presidente, pues este mundo está malogrado, o muy malcreado.

Sr. Barack Obama. La humanidad entera está profundamente necesitada de autoestima y confianza, y Ud. se la ha devuelto. Sólo por eso, ya le queremos. Pero déjenos decirle que nuestra confianza es muy frágil, y necesita ser sostenida cada día, palabra a palabra, gesto a gesto, decreto a decreto. ¡No nos defraude, por favor! No permita que tengan razón quienes le tachan de “conservador populista o populista conservador” (J. Petras). Y permítanos decirle algunas cosas que en su hermosa talla humana no nos gustan tanto y nos causan inquietud. Por ejemplo, nos duele y preocupa que Ud. siga defendiendo la pena de muerte. ¿No le parece que ya hay en el mundo demasiada condena a muerte? ¿No le parece que si dividimos la humanidad entre justos y culpables, y condenamos a los culpables, todos acabaremos condenados y muertos?

También nos preocupan sus declaraciones sobre el derecho de EEUU a intervenir unilateralmente en el mundo para defender sus intereses. ¿No le parece que su historia y su piel dibujan otro mundo y aconsejan otra política? Necesitábamos reconciliarnos con ese gran pueblo hecho de muchas arcillas que son los Estados Unidos de América, y Ud. nos ha reconciliado, y nos sentimos mejor. No nos defraude, por favor, no permita que vuelva a reinar la pesadilla del poder de unos aplastando a otros, la pesadilla del terror en espiral. Su pueblo es nuestro pueblo. Todos los pueblos son su pueblo.

Por eso, nos atrevemos también a pedirle que, de ahora en adelante, no termine sus hermosos discursos diciendo “Dios bendiga a América”, para no herir a Dios y no humillar a los otros pueblos. Siga invocando la bendición, siga invocando al Bendito, pero no para unos contra otros, pues eso es la mayor contradicción con la bendición y el Bendito. Le sugerimos que concluya sus bellos discursos diciendo: “Dios nos bendiga, Dios nos bendice. Todos los pueblos son pueblos benditos de Dios. Que la bendición llegue a todos. Que nosotros bendigamos a todos los pueblos, y a todas las ballenas y a todos los vivientes, para que Dios sea bendición universal, pues no puede haber otro Dios, ni otra América, ni otro planeta de Dios”. Y no olvide que los tres millones de habitantes de su ciudad Chicago consumen tanto como los noventa y siete millones de Bangladesh. No puede haber bendición para unos si no la hay para otros. Eso sucedía en las viejas historias del Antiguo Testamento, pero hoy no puede suceder. O hay bendición para todos o no la hay para nadie. ¿Y cómo haremos para que la vida sea bendición para todos?

Querido Sr. Obama, sea Barack para toda la tierra. Le necesitamos. Juntos, ¡sí, podemos! Yes, we can. Le deseamos paz y bien.

José Arregi.

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