19 de noviembre de 2008

Hacia una civilización de la austeridad compartida

Del Foro Ellacuría
Somos Iglesia - Andalucía

Consumo, calidad de vida y austeridad

¿Qué nos hizo creer que el consumo sin límites es el camino más seguro hacia la felicidad? (...) ¿Qué nos hizo creer...?
Que el consumo per cápita de coches, televisores, baños, frigoríficos, ordenadores mide el bienestar de una sociedad.
Que es más interesante hablar con alguien ausente por el teléfono móvil que hacerlo con el que está al lado.
Que la calidad de la enseñanza se mide por el número de ordenadores por metro cuadrado con que se inunda la escuela.
Que comprar regalos en Navidad para toda la familia garantiza la buena relación de sus miembros.
Que en una conferencia el uso del power point puede sustituir al uso magistral de la palabra.
Que gastar en armamento sofisticado es lo más inteligente para construir la paz.
Que el problema del exceso de información se resuelve con nuevos programas para seleccionar información, en una desesperada huida tecnológica hacia delante.
Que tener un coche para cada miembro de la familia es una necesidad vital.
Y suma y sigue. ¿Qué nos hizo creer todo esto?

El consumo y sus paradojas.

Consumo y consumismo. El consumo es una necesidad vital. A través de él accedemos a buena parte de los bienes y servicios que consideramos necesarios para vivir. Consumir es, por tanto una realidad humana ineludible. Pero asistimos, en nuestras sociedades, a una absolutización del consumo, que se convierte en configurador determinante de nuestra cultura. Y es a esta absolu lutización a la que denominamos consumismo. Políticos y empresarios nos presentan la necesidad de producir y consumir más... Cuanto más mejor. “El tirón del consumo dispara al 7’2% en crecimiento económico de EE.UU.” “La economía española creció un 2’3% en el tercer trimestre por el consumo y la construcción” ( ... Titulares como éstos son interpretados, sin necesidad de más aclaraciones, como síntomas evidentes de bienestar en nuestras sociedades.

Sin embargo, si entendemos que la economía debe estar al servicio del desarrollo humano, es decir, al servicio de la ampliación de las capacidades, oportu nidades y libertad de las personas, el puro dato del crecimiento económico y del aumento del consumo no resulta demasiado clarificador. Que crezcan la producción y el consumo no implica necesariamente que seamos más libres. Ni que el resultado del crecimiento económico se distribuya con justicia entre grupos sociales y pueblos de la Tierra. El mero dato del crecimiento del consumo oculta, por otra parte, las consecuencias que tienen para el medioambiente nuestros modelos y ritmos de crecimiento.

La universalización del consumismo.

Si dirigimos ahora nuestra mirada hacia el mundo encontramos una realidad paradójica. Mientras la desigualdad en el acceso a los bienes de consumo sigue aumentando en el planeta, el consumismo como modelo cultural va imponiéndose, enganchando en sus redes, no sólo a las clases medias, sino también a las clases populares y mayorías empobrecidas de la inmensa mayoría de países.

Aunque crece el abismo de la desigualdad, el consumismo como modelo cultural inunda todo el planeta. Su extensión ha ido de la mano del proceso de glo balización económica que vivimos en nuestros días. Uno de sus principales agentes han sido las empresas trasnacionales. Dentro de la espiral de crecimiento ilimitado de la producción y del consumo, las empresas buscan mercados en los que poder vender sus productos a gran escala. La publicidad y los medios de comunicación globales son sus grandes aliados en este empeño. A través de ellos se propone un estilo de vida que alcanza los rincones más lejanos del planeta y que se aloja en las carencias, deseos y esperanzas de muchas personas que buscan una vida mejor. Ser como ellos se convierte en la aspiración frustrada de muchos empobrecidos y excluidos del sistema, frustración apenas disimulada por el acceso a algunos bienes especialmente simbólicos. Este fenómeno puede dar respuesta a la pregunta que se hacen las perso nas que pisan por primera vez los cinturones de miseria de determinadas ciuda des del sur: ¿cómo es que, si apenas tienen para comer, poseen un televisor, cassette, móvil o zapatillas de deporte tan caras?

Una promesa imposible de cumplir.

¿Avanzamos hacia una sociedad global de consumo de masas? Nuestro sistema alimenta esta suposición y reduce el problema de la pobreza a una mera cuestión de crecimiento. Pero se trata de una suposición falaz. Por un doble motivo.

En primer lugar, porque hay bienes de consumo que tienen el carácter de posicionales. Se trata de bienes cuyo valor reside en otorgar un prestigio o un estatus. Así, su universalización supone su pérdida de valor, pues ya no distin guen a sus poseedores respecto de sus vecinos. Por lo tanto, la desigualdad está inscrita en el código genético de este sistema de producción y consumo.

En segundo lugar, aun cuando esto no fuera así, el crecimiento continuado de la producción y el consumo genera unas tensiones medioambientales insoporta bles para la Tierra. Cuando, tras la independencia de la India, preguntaron a Gandhi si su país iba a alcanzar los niveles de vida de Gran Bretaña, contestó: “Gran Bretaña necesitó apropiarse de la mitad de los recursos del planeta para alcanzar su prosperidad”.

Esta intuición gandhiana ha tenido su correlato científico en investigaciones posteriores a través del concepto de huella ecológica. Se entiende por tal el área de territorio productivo necesaria para producir los recursos utilizados y para asimilar los residuos producidos por una población definida. Pues bien, si toda la población actual viviera como un estadounidense medio, con una huella ecológica de 4’5 hectáreas por persona, harían falta 26.000 millones de hectáeas. Pero la Tierra sólo tiene 13.000, de las cuales 8.800 son ecológicamente productivas. Por lo tanto, harían falta tres planetas Tierra para universalizar el modelo de consumo del estadounidense medio. Y eso manteniendo constante la población actual...

En conclusión, el abismo de las desigualdades y la extensión de una promesa imposible de cumplir están gestando un futuro cargado de injusticia, frustración e inestabilidad. Cualquier esfuerzo de honestidad debe aplicar aquí la mirada y el corazón.

¿Qué nos hizo creer todo esto?

¿Qué nos hizo creer todo esto? Nos planteaba Adela Cortina en el texto con el que hemos comenzado esta reflexión. Probablemente nos hemos formulado muchas veces esta misma pregunta y hemos cuestionado los dictados de la publicidad y su imposición de modelos de vida. Pero la fuerza de las creencias que nos envuelven puede acabar diluyendo nuestra capacidad de preguntar. Somos conscientes de las consecuencias que el consumismo tiene sobre nuestra libertad, sobre las posibilidades de desarrollo de los países del sur y sobre el mundo que heredarán nuestros hijos. Sin embargo, seguimos sintiendo resistencias para ensayar formas alternativas de consumir y de vivir. Una sensación de desengaño y soledad puede acompañar, lamentablemente, muchos de nuestros esfuerzos.

Y a veces sólo queda la culpabilidad. Pero la culpabilidad nunca podrá ser un instrumento de transformación. Nos sigue haciendo falta reflexionar sobre los mecanismos culturales que sostienen la dinámica desbocada del consumo. Nos sigue haciendo falta lucidez para aceptar que el consumismo penetra dimensiones determinantes de nuestra existencia. En este apartado podremos comprobar cómo se funde con la construcción de nuestra identidad, con nuestras percepciones del éxito y el fracaso y con nuestra manera de entender una vida de calidad. Necesitamos reconocernos en esta complejidad. Sólo así podremos acoger nuestras propias resistencias. Y sólo así seremos capaces de orientar nuestra energía, de manera afirmativa ya, hacia formas de vida más libres y liberadoras.

Consumimos para expresar nuestra identidad.

No cabe duda de que el consumo en los últimos siglos –desde la revolución industrial, con la producción masiva y en serie– ha adquirido rasgos hasta entonces desconocidos. Hoy, y para los privilegiados del primer mundo, disponemos de una capacidad adquisitiva que nos da acceso a cantidad de bienes y servicios que desbordan nuestras posibilidades de disfrute.

Este desbordamiento ha inducido cambios determinantes a la hora de relacionarnos con las cosas. Hoy compramos determinados productos no sólo porque nos son útiles instrumentalmente, sino porque mediante ellos queremos expresar lo que somos. Vestir una ropa concreta, comer o beber determinados productos, elegir la decoración de nuestra casa, indican lo que somos... o lo que desearíamos ser. Es probable que muchos de nosotros nos sintamos distantes de esta concepción del reconocimiento social. En nuestras vidas no hemos identificado el pres tigio con la consecución de estilos de consumo costosos y sofisticados. Más bien, el desarrollo de una conciencia crítica ante la injusticia y el compromiso con las personas desfavorecidas han podido ser sustanciales en nuestra sociali zación y en la construcción de nuestra identidad moral. Hemos creído y nos hemos dicho que el ser era más importante que el tener. Hemos creído que podía mos hacer crecer nuestras mejores capacidades al margen de los dictados del sistema y de las formas de vida que se nos imponían. Pero algo importante de esta cultura consumista puede todavía permanecer latente entre nosotros...

La dinámica del consumo avanza colonizando espacios que eran ajenos a la lógica mercantil, pero que acaban siendo mercantilizados. Podemos preguntarnos si no estamos siendo atrapados por la creación de nuevos símbolos de identificación ligados otra vez al mercado. Hemos creído que el desarrollo de ciertas capacidades, como el conocimiento de otras culturas y de otros pueblos, eran un signo de nuestra solidaridad ... Pero, ¿no acaba resultando casi necesario haber viajado a determinados países de América Latina para encarnar mejor una identidad de compromiso? ¿No nos sentimos casi obligados a co nocer ciertas ciudades europeas para poder presentar nuestro cosmopolitismo? Hemos creído que el contacto con la naturaleza constituía la mejor expresión de una vida sencilla que sabe disfrutar sin la necesidad de consumir... Pero, ¿no se ha convertido el contacto con la naturaleza en el blanco de una oferta de consumo que ha creado un deporte por cada sensación, un deporte generador de materiales, ropa, instalaciones y lugares imprescindibles?

Nuestra capacidad económica no se ha dirigido hacia las urbanizaciones residenciales, pero continuamos viviendo la reducción de nuestro consumo como una renuncia sacrificada, continuamos ejerciendo nuestra solidaridad económica como una privación ante las experiencias que nos podríamos permitir...

¿De qué nos hemos liberado? La expresión de nuestra identidad continúa dentro de la lógica consumista. Y de aquí las resistencias, las culpabilizaciones, las justificaciones ante una conciencia exigente.

El consumo como expresión del éxito y el fracaso social.

La cultura del consumismo hunde también sus raíces en un elemento tremenda mente significativo para la vida humana: la percepción del éxito y el fracaso.

En nuestras sociedades del bienestar se extiende una determinada concepción del éxito. La mayoría de las personas tienden a definir su yo ideal, su aspiración personal, con estos tres rasgos: el éxito profesional, unas relaciones socia les que aporten prestigio y reconocimiento, e ingresos económicos que permitan una vida de calidad. El éxito se cifra en la obtención de estos logros y la capacidad de consumo acaba canalizando nuestras aspiraciones. No haber sido capaz de alcanzar estas metas genera sentimientos de fracaso y de desprecio personal. Lo peor de la pobreza en nuestras sociedades no es tan sólo la caren cia que comporta, sino los sentimientos de autodesprecio y anulación personal que acaban por definir la exclusión. Pero es que la conjunción éxito-consumo se agudiza aún más con la intervención de un rasgo que caracteriza la posmodernidad: la percepción del tiempo.

Se ha señalado con insistencia que una sociedad que mira hacia el futuro como amenaza, acaba por absolutizar el valor del presente. Triunfa lo instantáneo. El éxito tiene que ser ahora, y el fracaso, de llegar, máximamente fugaz. En este clima cultural, el binomio éxito-consumo cobra nuevas fuerzas. El afán de nove dad es una de las motivaciones que nos llevan a consumir. El marketing ha esti mulado siempre esta disponibilidad: Un cambio siempre viene bien, parece ser el lema. El consumo se nos presenta, así, como el recurso más inmediato y directo para satisfacer deseos, para representar momentáneamente nuestra sensación de éxito, para desterrar cualquier sentimiento de insatisfacción... El triunfo de lo instantáneo acaba por imponer una concepción de la vida en la que la avidez por el cambio y la urgencia del placer clausuran cualquier otro horizonte. ¿Puede haber vida humana en esta concepción del éxito? ¿Puede existir algún tipo de autenticidad en un proyecto vital cegado por el instante? ¿Puede hablarse de una cultura saludable cuando la inmensa mayoría de las personas parecen abocadas al fracaso?

Podemos preguntarnos también si no habremos hecho nuestra esta concepción del éxito y del fracaso. ¿No participamos de la necesidad de ser reconocidos mediante el éxito visible y palpable en cualquiera de las metas que nos proponemos, aunque se llamen transformadoras? ¿Cómo vivimos nuestros esfuerzos cuando no reciben el aplauso del entorno, ni somos incluidos en los grupos de prestigio? ¿No seguimos alimentando el inmediatismo del que se sirve la cultura del consumismo? Frente a ella no podremos construir nada sustantivo sin recuperar la vivencia del éxito como crecimiento de nuestras mejores capacida des; sin recuperar la vivencia del fracaso como lugar donde maduran nuestras convicciones; sin redescrubrir el horizonte de sentido en nuestras vidas, donde las dificultades presentes cobren significado en un proyecto de futuro.

Envueltos por la calidad de vida.

Para concluir nuestra reflexión sobre las raíces culturales del consumismo queremos llamar la atención sobre un concepto que cobra fuerza entre nosotros: calidad de vida. ¿De qué calidad y de qué vida hablamos cuando empleamos este término? Calidad quiere oponerse a cantidad. El modelo de bienestar que va emergiendo prefiere una vida de calidad a la cantidad de bienes que podamos adquirir. Aumentar la capacidad económica para consumir bienes costosos nos encadena a la lógica del trabajo y nos priva del tiempo, la salud y la calma para vivir. Hoy percibimos el consumismo compulsivo como una esclavi tud. El prototipo del yuppi que orientaba toda su energía a la consecución de estatus y poder pierde atractivo, incluso en el imaginario del cine norteamerica no. Valoramos nuestro tiempo personal, los espacios de relación con nuestros amigos, la posibilidad de estar más con nuestros hijos... En el mundo laboral, junto a los niveles de retribución, valoramos las posibilidades de conciliación con la vida familiar, la carga de tensión, o los tiempos de vacaciones. Antes de embarcarse en la hipoteca de un piso, muchas personas empiezan a plantearse dos veces las consecuencias que tendrá sobre sus vidas.

Frente a la cultura del consumismo, el concepto calidad de vida ofrece, sin duda, aspectos muy positivos. Va abriéndose una nueva conciencia sobre las necesidades que el sistema de producción y consumo crea en nosotros y comienza a afirmarse la prioridad de nuestras vidas sobre las cosas. El hecho de que el marketing utilice el término calidad de vida indica hasta qué punto configura ya nuevos estilos y nuevas identidades. Estamos asistiendo a un cambio cultural que ofrece oportunidades

Pero merece la pena detenerse también en sus insuficiencias. A veces el térmi no calidad de vi da designa una voluntad de evasión. Evitar problemas y complicaciones, huir como sea del estrés, robar tiempo de un tiempo más amplio –la compleja realidad laboral, social o política– que carece de sentido... Parece que estuviéramos buscando pequeños reductos de satisfacción, pero en mitad de un paisaje desesperanzador. Podemos acabar renunciando al despliegue de capacidades valiosas, a nuestra implicación con la realidad, por no agobiarnos, por no afectarnos, por no sufrir. La calidad de vida que nos envuelve está reñida con la pasión, la pasión por la vida. Y también es una virtud individualista. Se trata del ejercicio de la virtud de la prudencia en mi relación con las cosas. Porque soy yo, en definitiva, quien gestiona la calidad de mi vida optimizando mis propios recursos. Buscamos la satis facción, el bienestar, la serenidad y la paz... Y, por si acaso, preferimos no mirar alrededor, no sea que las demandas de los otros, los conflictos o las injusti ticias, acaben alterando nuestra propia armonía. Es la calidad de mi vida, de la vida de mi familia y de mis amigos, a lo sumo. ¿Nos imaginamos un mundo donde quienes disponen de capacidades aspiren tan sólo a recluirse en una casa unifamiliar cuyo horizonte acabe en su propio jardín?

En resumen:

Hemos visto cómo la cultura del consumismo penetra dimensiones importantes de nuestra existencia: la expresión de la identidad, el éxito, la calidad de nuestras vidas. Sus raíces son profundas y resultaría ingenuo hablar de consumismo como si no nos afectara, como si no nos hubiese también configurado. Conscientes de la injusticia e inviabilidad de esta cultura, nuestro esfuerzo por crear nuevas formas de vivir tropieza con resistencias y culpabilizaciones. Pues donde esté tu riqueza, allí estará tu corazón (Mt 6, 21)... Esta afirmación del evangelio cobra aquí un profundo significado: mientras las categorías más determinantes de nuestra vida continúen sostenidas en la cultura del consumis mo, no haremos sino ejercicios de voluntarismo. Reconocer esta realidad puede liberarnos de sentimientos de frustración que, en el fondo, no hacen sino pa ralizarnos. Y puede disponernos a descubrir la orientación más afirmativa e integradora de nuestras capacidades, para sentir, decir y hacer creíble otra ma nera de vivir. Por este camino queremos orientar ahora nuestro análisis.

Recuperar la autenticidad.

Las consecuencias éticas del sistema: competitividad y alienación. Cualquier propuesta de vida no puede olvidar la realidad en la que se inscribe. La cultura del consumismo se extiende en un mundo marcado por desigualdades profundas. Y el impacto de nuestros modelos de crecimiento sobre el equilibrio de la Tierra cuestiona con claridad su sostenibilidad.

Vivir en la realidad nos abre a la razón moral, a la aplicación de la capacidad racional sobre nuestros estilos de consumo y sobre sus repercusiones. Queremos subrayar aquí dos consecuencias morales que promueve el consumismo:

a) En primer lugar, el consumismo genera competitividad en nuestras relaciones. Dice el pensador T. Todorov que si la meta última de las fuerzas políticas de un país es solamente asegurar el máximo de consumo y el máximo de producción, sin interrogarse nunca sobre el efecto de estos logros sobre las relaciones interpersonales, el despertar puede ser brutal. Nuestras sociedades parecen amenazadas por formas de comunicación empobrecedoras y por representaciones individualistas de la existencia, que nos hacen vivir como una tragedia el hecho de que necesitemos a los otros.

b) En segundo término, el consumismo promueve un concepto de felicidad que acaba expropiando nuestra humanidad. En las sociedades capitalistas operan sistemas complejos de control destinados a generar constantemente dese os de acumulación. Si la sociedad consagrase a la satisfacción de las necesidades básicas de los más pobres siquiera una fracción de la creatividad y recursos que destina a moldear las preferencias de consumo de quienes tienen poder adquisitivo, hace mucho que habríamos erradicado la pobreza y el hambre. “Las propuestas de nuestra sociedad nos invaden, nos recorren por dentro, se hacen fuertes en el hueco de nuestras heridas, y desde esa clandestinidad empiezan a mover los hilos de nuestra vida” . Esta clandestinidad nos empuja hacia aspiraciones que olvidan las capacidades que nos hacen más humanos. El consumismo es agente de alienación.

De la calidad de vida a la autenticidad.

Algo se rompe en nosotros. Las satisfacciones inmediatas, la necesidad del éxito visible, la fascinación del bienestar nos atraen con toda su fuerza. La conciencia nos señala aún las contradicciones de la realidad y de la cultura que ayudamos a sostener. No podemos vivir rotos. Rotos, si olvidamos el mundo en toda su complejidad, pero también con todas sus posibilidades para reclu irnos en un bienestar individual que no mira ya a nadie ni a nada. Pero rotos, también, si vivimos tan sólo de coherencia racional, a fuerza de puños, sintiendo nuestros actos como renuncia y sacrificio, viviendo cada gesto ético como una privación de nuestra propia felicidad.

Recuperar la autenticidad quiere decir recuperar la integración de todo lo que somos. Significa desbancar el mito por el que el consumismo moldea categorías básicas de nuestra existencia. Si la cultura que nos rodea sigue presentándonos nuevos bienes de consumo como el camino para expresar nuestra identi dad, recuperar la autenticidad significa construirnos a partir de las mejores capacidades que llevamos dentro. La relación con las personas y con nosotros mismos, y tantas otras capacidades que no pueden comprarse, ofrecerán siempre la mejor oportunidad para el crecimiento personal. Este descubrimien to exige superar una concepción del éxito que nos aboca al inmediatismo, para recuperar el horizonte de sentido que requiere todo proyecto vital. Si la fuente de nuestra felicidad nace desde el interior, si nos damos el tiempo para cultivar la, la exigencia moral de ponderar nuestro consumo y de ejercer nuestra solida ridad económica dejará de vivirse como una privación. Nadie ha dicho que se trate de una tarea fácil. Pero nadie tampoco ha definido la felicidad humana al margen de la voluntad y de la acción. Sólo así podremos alcanzar una vida de calidad. Recuperar la autenticidad supone inaugurar estilos de vida que lleven a la felicidad y que puedan ser también universalizables. Ambos fines son esen ciales desde una propuesta que subordine el consumo a la persona –que lo pon ga a su servicio– y, al mismo tiempo, sea justa con el conjunto de la población del mundo.

Estilos de vida incluyentes.

Frente a la exclusión que genera la cultura del consumismo, existen –y pueden extenderse– estilos de vida incluyentes. Incluyentes, porque no olvidan el escándalo de las profundas desigualdades en nuestro mundo. Porque proponen formas de consumo que pueden, en justicia, universalizarse a todos los habitan tantes del planeta. Porque consideran sus repercusiones en el equilibrio de la Tierra y tienen en cuenta los derechos de las generaciones futuras.

Esta forma de vida no tiene una vocación minoritaria, complacida en su propia coherencia, pero sin capacidad de incidencia en la realidad. Busca, por el contrario, la creación de una nueva cultura y una nueva esperanza, y asienta su fuerza en la afirmación de una felicidad liberada de falsas atracciones. Los cambios políticos y estructurales que nuestro mundo requiere se basarán siempre en el descubrimiento y afirmación de nuevas formas de vida por parte de las personas. En nuestras mentes hay información sobre la realidad, conciencia de las contradicciones, razonamientos morales e ideológicos... Pero nada de esto puede movernos si no existe también una experiencia de liberación personal. Por aquí hemos intentado explicar nuestras resistencias y culpabilidades a la hora de emprender formas alternativas de vivir. Por ello, destacamos a continuación un valor que necesitamos cultivar: el valor de la sencillez. En la maraña de la cultura que nos envuelve y que nos configura, la sencillez nos ofrece la novedad para crecer.

El valor de la sencillez.

Si el consumismo fomenta la cultura de usar y tirar, de sepultar las cosas con más cosas, siempre atentos a nuevos reclamos publicitarios y a la esclavitud de la moda, el estilo de vida sencillo nos permite establecer una nueva relación con las cosas. Un estilo de vida sencillo nos invita a valorar las cosas adecuadamente, por su valor de uso, sin desperdiciarlas o abusar de ellas Las cosas merecen de nosotros un cuidado, sobre todo cuando sabemos que no alcanzan a todos. Esta valoración adecuada no se adquiere cuando su cantidad sobrepasa nuestra capacidad de uso. Cuando estamos saturados de bienes, lo más fácil es que los usemos mal. La acumulación conduce al descuido. Un estilo de vida sencillo pide un cierto señorío personal sobre nuestras compras. Pensar antes de comprar. Un acto con cierto nivel de conciencia y no meramente lúdico. Comprar bien es la primera condición para relacionarme adecuadamente con el bien que adquiero. Todos lo hacemos así cuando la compra nos resulta económicamente importante, pero sería justo que lo hiciéramos también cuando los bienes que compramos no tienen tanto valor económico.

Los estilos de vida sencilla permiten un mayor espacio para la autonomía personal y para nuestro crecimiento humano. Y esto tiene que ver con un redireccionamiento de mi persona: dejarme atraer más por lo humano, que por lo material; disfrutar en el uso y no en el abuso o en la posesión nominal. La sencillez nos ofrece la posibilidad de valorar y de vivir toda la experiencia que a veces queda sepultada por las cosas, por los artilugios tecnológicos, por los ritmos que nos marcan. Vivir de otra manera nuestro tiempo interior; reconci liarnos con nuestro cuerpo; desarrollar nuestra sensibilidad para contemplar; disfrutar de la relación con las personas y con nosotros mismos... La sencillez antepone la satisfacción que nos regala la vida a la que nos producen las cosas. Y esto supone una sabiduría, una profundidad humana que nos permite distinguir lo importante de lo superficial, la felicidad de sus sucedáneos.

La vida sencilla tiene que ver también con la vergüenza. Tener vergüenza de necesitar cargar con grandes bultos cuando nos vamos dos días fuera de casa, de llevar tantas cosas por si acaso y regresar una y otra vez sin haberlas tocado. Vergüenza de necesitar tanto, cuando otros muchos no pueden llevar nada.

Resulta difícil, sin embargo, cultivar la sencillez como una pura decisión personal. Todo nos arrastra en sentido contrario: muchas de nuestras tendencias internas, el ambiente social en el que nos movemos y el bombardeo comercial. Por eso, ésta no puede ser una tarea que lleve adelante con mis solas fuerzas. Necesitamos ámbitos en los que la sencillez sea el estilo normal de vida, grupos humanos en los que desarrollar estos valores, espacios culturales en los que se hagan visibles.

Hacia una civilización de la austeridad compartida.

¿Es también la sencillez una opción ética? Sin duda. Tomamos este senda no porque sea fácil. Si nos dejáramos llevar por los reclamos publicitarios compraríamos con compulsión. No hay más que recordar los más de 2.000 coches de lujo que tenía uno de los hijos de Sadam Husein: un ejemplo del desbocamiento de la posesión cuando carece de límites adquisitivos. Optar por una vida sen cilla puede ser una decisión consciente para los beneficiados por la distribución de la riqueza en el mundo.

Pero esta decisión meditada no puede olvidar que la sencillez de vida es una obligación para otros muchos habitantes del planeta. La gran mayoría de los seres humanos del mundo no pueden adquirir bienes suficientes para llevar una vida digna. Hablamos de sencillez también por solidaridad con ellos. Y por eso mismo, no se trata tan sólo de crecimiento personal, sino de crecer en humanidad, para que otros dispongan de ella.

Y hay una segunda motivación ética: las generaciones futuras, que tienen tanto derecho como nosotros a disfrutar del mundo, no podrán hacerlo si seguimos consumiendo y despilfarrando al ritmo en que lo hacemos. La sencillez de vida tiene un respaldo ético que la legitima: es universalizable. No así el despil farro, que es una ofensa ética. Aquí es donde Ignacio Ellacuría presenta su pro puesta de civilización de la pobreza, como la llama él originalmente. Después, Jon Sobrino tradujo el término por civilización de la austeridad compartida, para que nadie acusara a Ellacuría de proponer que todos fuéramos pobres. No era ése el sentido. Se habla de “civilización de la pobreza” como contrapunto a la “civilización del capital”. Porque “rechaza la acumulación del capital como motor de la historia y la posesión de cosas como principio de humanización, y hace de la satisfacción universal de las necesidades básicas el principio del desarrollo, y del acrecentamiento de la solidaridad compartida el fundamento de la humanización”.

Una cultura de la austeridad compartida distingue entre necesidades básicas y deseos. Si nuestro sistema permite la satisfacción de los refinados deseos de quienes pueden pagarlos, dejando al margen las necesidades básicas de quie nes no pueden hacerlo, tendremos que proponer un principio según el cual las necesidades tienen prioridad sobre las preferencias o los deseos. No podremos considerar legítima toda forma de consumo que impida el desarrollo de las capacidades básicas de la mayoría de la humanidad.

Se trata de una concepción tan opuesta a nuestra cultura de la satisfacción, que demanda una profunda transformación cultural. A ella hemos dedicado bue na parte de esta reflexión. Disponemos de los recursos y de la base tecnológica para un mundo diferente y en paz con la natura raleza. Pero tenemos que instaurar su base social y cultural, porque, como dice Sánchez Ferlosio, “nada cambia si no cambian los dioses que rigen la vida”.

La cultura de la austeridad compartida no pretende redistribuir la escasez. Pretende el aumento de la calidad en las relaciones humanas, en la solidaridad, en el reconocimiento mutuo. Se trata de vivir humanamente, dando espacio a dimensiones de la persona que hoy quedan oscurecidas por la lógica del mercado. Hemos visto que hay límites ecológicos para la producción material de la humanidad. Pero no hay límites para el desarrollo social, para la participación ciudadana, para el despliegue cultural y educativo, para el crecimiento moral. No hay límites para el amor, la amistad y la ternura. Todos estos son bienes que, al contrario que los materiales, se multiplican cuando se comparten. Como dice J. Riechmann, “caminar ligeramente sobre la tierra no implica renunciar a los gozos y los goces de una existencia plena”.

¿Quién reivindicará todo esto?

¿Quién lo convertirá en un proyecto de transformación social? Ningún político va a avanzar en esa dirección si no percibe que la ciudadanía lo está demandando. Hace unos años el politólogo alemán Peter Glotz dijo que era la izquierda quien debía construir una alianza de los fuertes a favor de los débiles y en contra de sus propios intereses. Y este espíritu va calando. Cada vez van surgiendo más grupos y movimientos que reclaman que otro mundo es posible, que todas las personas podemos aprender a vivir de otra manera. Y en este camino están descubriendo su propia autenticidad. Concluimos nuestra reflexión con unas palabras de Adela Cortina, palabras que han inspirado muchas de estas líneas: “La dicha es para los cuerdos, para quienes practican, más que la virtud de la prudencia, la de la cordura, que es un injerto de la prudencia en el corazón de la justicia y la gratuidad”.

Paradigma conquista.

En el conjunto de los seres de la naturaleza, el ser humano ocupa un lugar singular. Por un lado es parte de la naturaleza por su enraizamiento cósmico y biológico. Es fruto de la evolución que produjo la vida de la cual él es expresión consciente e inteligente. Por el otro, se sobreeleva por encima de la naturaleza e interviene en ella creando cultura y cosas que la evolución sin él jamás crearía, como una ciudad, un avión o un cuadro de Portinari.

Por su naturaleza es un ser biológicamente carente (Mangelwesen), pues a dife rencia de los animales no posee ningún órgano especializado que le garantice la subsistencia. Por eso se ve obligado a conquistar su sustento, modificando el medio, creando así su hábitat. Muy pronto en el proceso de hominización surgió el paradigma de la conquista. Salió de África, de donde irrumpió como "homo erectus" hace 7 millones de años, y se puso a conquistar el espacio, comenzando por Eurasia y terminando por Oceanía. Al crecer su cráneo, evolucionó a "homo habilis", inventando, hace unos 2,4 millones de años, el instru mento que le permitió ampliar todavía más su capacidad de conquista. Por comparecer como un ser entero pero inacabado (no es defecto sino marca) y teniendo que conquistar su vida, el paradigma de la conquista pertenece a la autocomprensión del ser huma no y de su historia. Prácticamente todo está ba jo el signo de la conquista: la Tierra entera, los océanos y los rincones más inhóspitos. Conquistar pueblos y "dilatar la fe y el imperio" fue el sueño de los colonizadores.

Conquistar los espacios extraterrestres y llegar a las estrellas es la utopía de los modernos. Conquistar el secreto de la vida y manipular los genes. Conquistar mercados y altas tasas de crecimiento, conquistar cada vez más clientes y consumidores. Conquistar el poder de Estado y otros poderes, como el religioso, el profético y el político. Conquistar y controlar los ángeles y los demonios que nos habitan. Conquistar el corazón de la persona amada, conquistar las bendiciones de Dios y conquistar la salvación eterna. Todo es objeto de conquista. ¿Qué nos falta todavía por conquistar?

La voluntad de conquista del ser humano es insaciable. Por eso el paradigma-conquista tiene como arquetipos referenciales a Alejandro Magno, Hernán Cortés y Napoleón Bonaparte, los conquistadores que no conocían ni aceptaban límites.

Después de milenios, el paradigma-conquista ha entrado en nuestros días en una grave crisis. Basta de conquistas. Si no, destruiremos todo. Ya conquista tamos el 83% de la Tierra y en ese afán la devastamos de tal forma que ha sobrepasado en un 20% su capacidad de soporte y de regeneración. Se han abierto llagas que tal vez nunca volverán a cerrarse. Necesitamos conquistar aquello que nunca antes habíamos conquistado porque pensábamos que era contradictorio: conquistar la autolimitación, la austeridad compartida, el consumo solidario y el cuidado para con todas las cosas, para que sigan existiendo. La supervivencia depende de estas anti-conquistas.

Al arquetipo Alejandro Magno, Hernán Cortés y Napoleón Bonaparte, de la conquista, hay que contraponer el arquetipo de Francisco de Asís, Gandhi, Madre Teresa e Irmã Dulce, del cuidado esencial. No hay tiempo que perder. Debemos comenzar por nosotros, por las revoluciones moleculares. Con ellas garantizaremos las nuevas virtudes que nos salvarán a todos. Leonardo Boff -2003-08-29.

Cualquier análisis de la economía, hecho desde una perspectiva humana y cris tiana, debe tener en cuenta que la economía, ni como ciencia ni como proceso productivo y distributivo de la riqueza, es neutral, sino que se puede enrumbar en favor de unos más que de otros, y, muchas veces, en favor de unos en contra de otros. Más aún, el Nuevo Testamento nos pone en guardia con toda claridad sobre lo resbaladizo y ¡peligroso! que es ética e incluso teologalmente el mundo del dinero y de la riqueza.

Jesús dice: "no se puede servir a Dios y al dinero". En la carta a Tito se dice: "la raíz de todos los males es la ambición del dinero". La historia y su sabiduría acumulada lo confirman.

Esto significa que un análisis de la economía debe ser hecho también desde la perspectiva de sus posibles y reales males, desde la injusticia que genera, de la pobreza y miseria que produce. Si esto no se hiciera, la economía no se sometería al principio de verificación fundamental: si está propiciando o no lo que es su última razón de ser: facilitar, no impedir, que el oikos (la casa, el hogar), el símbolo fundamental de vida para los seres humanos sea una realidad. En el análisis debe estar, pues, presente también la profecía, es decir, la denuncia, la sospecha al menos, de que la configuración económica ha produci do y puede seguir produciendo para las mayorías muerte en vez de vida. Esto es lo que Ignacio Ellacuría llamaba profecía. Y de ahí, aunque el término suene raro en el mundo de la economía, pero fácilmente se pueden encontrar equivalentes, la necesidad de conversión.

Y junto a la profecía la utopía. No hace falta ser experto en ciencias económicas, históricas y sociales para llegar al convencimiento de que el futuro de nuestro país, la utopía, no está en el norte del planeta. Simplemente, es impo sible, pues no hay recursos para ello (y menos para que el norte se convierta en la utopía de todos los otros países como el nuestro). Pero además, no es de seable. Deseable y necesario es que la vida justa y digna sea posible, pero no es deseable la concepción de vida que nos viene del norte, la ley del más fuerte y poderoso, la falta de compasión y misericordia hacia los débiles (de fuera y de dentro), la prepotencia absoluta que no hace caso de leyes internacionales ni del tribunal de La Haya, el apoyo millonario a dictado res, represión y guerras injustas...

Ignacio Ellacuría decía que ese modo de vivir no genera ni vida ni civilización. Por eso, en un momento audaz, abogó por la "civilización de la pobreza". Y si estas palabras suenan duras en exceso, digamos que la utopía sea la "civilización de la austeridad compartida".

Ojalá la ANEP dé pasos en la dirección en la que se ha comprometido: el bien del país, de sus mayorías populares. Para ello le ofrecemos desde aquí estas sencillas reflexiones sobre la dignidad última del ser humano, sobre el pecado que priva de vida y sobre la austeridad compartida, el único tipo de comunidad posible en nuestro mundo, para que nuestra vida tenga calidad.

(De una Carta a las Iglesias, de la UCA).

No hay comentarios:

Rebelion

Web Analytics