17 de junio de 2010

Soy una vaca

Ayer leí en un libro cuyo título no viene al caso la definición que de un occidental han tenido y tienen los tangerinos: "Un nazareno es sólo una vaca a la que hay que ordeñar". La expresión no estaba del todo mal como chiste, pero al final me dio bastante que discurrir. Qué diferencia existe, me decía, entre lo que piensa de mí un tangerino y lo que piensa de mí una empresa telefónica, el Carrefour, Hacienda, Endesa, Mapfre, Repsol, Alfaguara, el BBVA, Ikea, El Corte Inglés, la inmobiliaria de la esquina, el Círculo de Lectores, el Ayuntamiento, las máquinas expendedoras de condones y tiques de zona azul, Giahsa, el dueño del supermercado de mi pueblo, la grúa municipal y hasta la chica que me mira con ojos levemente cariñosos a la salida de la gasolinera. Ninguna. Para todos ellos yo soy una vaca. Tantos, me digo, no pueden estar equivocados: yo soy una vaca. Una auténtica vaca. Por más que las apariencias crean dictar otra cosa, no soy más que una vaca. Todos tratan de mamar de mis ubres orondas, todos quieren sacarme hasta la última gota de leche. Una chica con acento meloso me llama cuando estoy durmiendo la siesta para ofrecerme un seguro irrechazable, la oportunidad de un colchón milagroso o una mayor cobertura en mi ADSL. Oyéndola no se me ocurre más que mugir y mugir, como si fuera la vaca más desdichada de la pradera. Otros dejan bajo mi puerta folletos, cartas y al encender el televisor o el ordenata no dejo de sentir sobre mi cogote el aliento lascivo de los ordeñadores. No tengo escapatoria: soy una vaca y las vacas están para eso, para ser ordeñadas, desde la mañana a la noche. La pregunta que cualquier vaca respetable como yo se hace es si mi actual condición de vaca es reversible o, por el contrario, seguiré siendo vaca pastueña durante toda mi vida.

Cavilemos un poco. Grosso modo, el capitalismo se basa en la producción y explotación de objetos y servicios que alguien tiene que consumir. Si los objetos o los servicios no encuentran suficientes vacas que los consuman, zas, la cosa va a la quiebra. Con la revolución industrial, surgió el liberalismo económico, que se lanzó a la conquista de las praderas más occidentales. Tras varios rifirrafes con los sindicatos y demás, los pastores del liberalismo llegaron a una piadosa conclusión: como no hay más remedio que pagar a las vacas que pastan para nosotros, hagamos una cosa: ordeñémoslas después. La cosa funcionó durante una buena temporada, pero en seguida estos dulces pastorcillos se percataron de que no había suficientes vacas en las praderas y en un gesto que les honra, se dijeron, coño, y si hiciéramos que se incorporen a los pastizales las vaquitas hembras. De momento, podríamos duplicar la cosa de los ordeños. Y eso hicieron. La cosa funcionó durante un tiempo, pero, amigo, en el capitalismo liberal siempre hace falta que haya más y más y más vacas dispuestas a ser ordeñadas porque una de las caraterísticas del liberalismo es su carácter exponencial, no sé si me siguen. La cosa es que llegó un momento en el que (la cosa es cíclica) no había más vacas que ordeñar en las praderas. Los pastorzuelos le dieron vueltas y más vueltas a la cuestión y se dijeron, ¡eureka!, ya lo tenemos: ¿y si consiguiéramos que las vacas hipotecasen su leche, digamos de los próximos diez o treinta años para que, de momento, la central lechera siga funcionando a todo trapo? Y se pusieron a ello. Y las mansas y bucólicas vacas fuimos sentadas en cómodos sofás de cuero y entregamos a los ordeñadores nuestros próximos diez mil ordeños. Una pasada. Pero, claro, nadie puede hipotecar la leche de sus siguientes diez mil ordeños sin arriesgarse a darse un buen coscorrón, incluido el dueño del sofá de piel de vaca.

Y en estas vino el coscorronazo padre. Estamos en él. Y cada día las nobles vacas nos llevamos un susto del carajo, pues los pastores y sus secuaces han decidido que el problema, vaya por Dios, somos las vacas. Hoy bajan los sueldos, mañana abaratan el despido, pasado mañana se nos invita a multiplicar la productividad, como creo que se hace con las vaquitas chinas. El caso es poner caras serias, salir de puntillas, mirar para otro lado y proseguir con los ordeños.

Hasta aquí las imaginativas soluciones que proponen los ordeñadores. Pero el problema, tal cual lo ve esta pobre vaca, no está en las vacas, sino en los ordeñadores. Lo que ha fracasado no es la voluntad de las vacas, ni su productividad, ni la calidad de los pastos, no. Lo que nos ha conducido a este coscorronazo es la modalidad del ordeño, la voracidad de los pastores, el haber sobrepasado los límites de la explotación bovina. Se pueden hacer cuatro chapuzas en los establos, sembrar otros tipos de forraje, cambiar el tipo y la raza de las vacas (las chinas van del carajo), conseguir vacas transgénicas y la Biblia en verso, pero hasta que no nos replanteemos desde abajo la modalidad de pastoreo, los límites del ordeño y la voz de las vacas en todo esto, todo lo que podemos esperar es seguir dándonos coscorronazos. Y mugir, claro, mugir, hasta que se nos sequen las ubres. Como creo que pasa ahora.
( M. Moya. Diario Huelva ).

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