2 de septiembre de 2009

La personalidad mórbida del PP

Carlos Carnicero
El Periódico

Los populares, al comprobar que su conducta enfermiza no tiene castigo, repiten sus comportamientos.

Hace mucho tiempo que el PP ha sobrepasado la elasticidad de la democracia española. Existe una ley física que determina que cualquier material elástico tiene un límite, y las instituciones de la democracia son sin duda elásticas. El límite de elasticidad es la tensión máxima que un material puede soportar sin sufrir deformaciones permanentes e irreversibles. En realidad, a la vista de la reincidencia con la que actúa excediendo la elasticidad de la democracia española, podría decirse que el PP tiene lo que en psicología se define como personalidad mórbida: ha comprobado que su conducta enfermiza no tiene castigo y ha generado una tendencia a repetir sus comportamientos fuera del límite de la normalidad democrática cada vez que tiene la necesidad o la oportunidad de hacerlo.

Conviene analizar la historia clínica del PP para hacer ese dictamen psicológico de personalidad democrática mórbida. Todo empezó con la llegada de José María Aznar a la presidencia del PP. El joven líder, de orientaciones juveniles falangistas, no dudó en anunciar que no había ningún tema que quedara fuera del debate y la confrontación política. Incluida, claro está, la lucha antiterrorista. Se acabó el entendimiento de la transición. Luego vino la ofensiva de la utilización de la trama de los GAL para asaltar La Moncloa: lo que no había conseguido mediante las urnas lo intentó poniendo a prueba la resistencia de las instituciones. La conjunción de intereses del director de El Mundo, el juez resentido en su regreso de la política, Baltasar Garzón, y las ansias de poder de José María Aznar estuvieron a punto de conseguir meter en la cárcel al presidente constitucional Felipe González, en un clima en el que la corrupción había deteriorado la credibilidad del PSOE. Luis María Anson, que formó parte de aquella conspiración, no tuvo reparo en revelarla: después ha vuelto al redil y está en la nómina de Pedro J. Ramírez. Es un mundo en el que se permiten los viajes de ida y vuelta.

Luego vino la teoría de la conspiración sobre el atentado terrorista del 11-M. Conviene visitar las hemerotecas para observar el paralelismo que sustentaba las tesis de utilización ilegítima de las instituciones del Estado que realizaban el PP y sus aliados mediáticos con el atentado de Atocha y la pretensión de María Dolores de Cospedal de que el Gobierno estaría haciendo ahora lo que entonces demostró la justicia que eran acusaciones irresponsables y sin fundamento.

¿Puede un partido, con aspiraciones de ser alternativa de Gobierno, incurrir una y otra vez en conductas de esta naturaleza? ¿Qué pretende ahora el PP, ahogado por bolsas de corrupción que afloran en todas sus latitudes, huyendo hacia delante, arremetiendo nada menos contra la credibilidad del Estado de derecho? ¿Pueden seguir en el ejercicio de la política dirigentes tan irresponsables como para hacer una denuncia universal contra jueces, fiscales y policías de una trama de utilización ilegítima de las instituciones para destruir a su adversario sin aportar ninguna prueba?

Hay conductas que no admiten rehabilitación cuando son reincidentes. Las personalidades mórbidas tienen una tendencia casi irrefrenable a repetir sus comportamientos patológicos, y el PP, que protagonizó la anterior legislatura sustentada en la confrontación, vuelve otra vez a las andadas.

Detrás de esta estrategia recurrente está la convicción de los viejos neoconservadores norteamericanos de que hay que tensar la sociedad hasta el límite, movilizando a los propios con la radicalidad, hasta conseguir que los contrarios, hastiados por un clima irrespirable, terminen por desistir de concurrir a lar urnas. Conviene recordar las declaraciones de Gabriel Elorriaga al Financial Times destapando su estrategia de crispación.

Independientemente de esta tendencia enfermiza del PP por echarse al monte, convendría reflexionar sobre los planes que este partido tiene para el próximo otoño caliente. No hace falta ser el príncipe de Maquiavelo para encontrar un paralelismo en la actuación de la CEOE –«Esperanza Aguirre sí que es cojonuda», Gerardo Díaz Ferrán dixit– con la ofensiva brutal que está llevando a cabo el PP contra el Gobierno.

La vuelta del verano promete ser mucho más que caliente. Con ETA en plena ofensiva a la desesperada, con pronósticos de crecimiento del paro y con un retraso de la recuperación económica, un clima como el que vaticinan las declaraciones permanentes del PP y la posición de la CEOE auguran el peor de los pronósticos.

La elasticidad de la democracia ha sido sobrepasada en demasiadas ocasiones sin que hayan recibido castigo los responsables de esta pérdida de calidad de nuestro sistema de vida. El PP reincide en sus comportamientos al comprobar que un segmento significativo del electorado español les acompaña en ese viaje a ninguna parte.

La pregunta de libro es entonces la siguiente: ¿necesita el Partido Popular una tercera derrota en las elecciones generales para asimilar que en la Europa del siglo XXI no cabe un partido como el que ellos se empeñan en demostrar que son? ¿Otra vez tocará la responsabilidad a los demócratas consecuentes y progresistas de acudir a salvar al PSOE, por muy mal que lo haga, para que no sea posible que políticos con los antecedentes de María Dolores de Cospedal y Mariano Rajoy ocupen el poder democrático en España?

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