4 de mayo de 2011

La LOGSE, una ley educativa reaccionaria

Dejando de lado los oropeles de vacío verbalismo, confusión ideológica y trivialidad intelectual que ornamentan el discurso de buenas intenciones de los preámbulos de la propia ley y reglamentaciones de su aplicación, se argumenta con énfasis que el logro fundamental de la reciente política educativa viene constituido por la extensión de la obligatoriedad de la enseñanza hasta los dieciséis años.

La verdad es que este loable propósito no ha tenido otra virtualidad práctica que convertir en ley lo que ya era una realidad social. Según los Datos Básicos del IEA de la Junta de Andalucía, en el curso 1992-93 la escolarización de los jóvenes de los 14 a los 18 años alcanzaba la cota del 92%, lo que, restando los dos años de enseñanza secundaria no obligatoria contenidos en el porcentaje y ponderando el ritmo descendente de las tasas de natalidad, nos muestra que la práctica totalidad de los jóvenes en edad de educación secundaria obligatoria estaban ya escolarizados antes de iniciarse la aplicación de la LOGSE: los sectores socialmente marginados ausentes entonces de las aulas se encuentran hoy con escasas diferencias en la misma situación, por razones que evidentemente no pueden achacarse a la política educativa.

La mejora de las condiciones de vida en general, la escasez de trabajo juvenil y el retraso en la incorporación a la vida laboral, que caracterizan a las sociedades desarrolladas, han provocado un volumen máximo de escolarización al margen de cualquier obligatoriedad legal. No es para echar cohetes, pero, de todos modos, aunque solo haya afectado a un puñado de jóvenes, bienvenida sea la escolarización obligatoria y ojalá pronto alcance a una edad superior

El problema no es, pues, la tasa de escolarización, sino el modelo educativo, que indudablemente nunca es inocente. Imitado de lo realizado desde hace décadas en los países occidentales de peor tradición escolar, el sistema educativo español reproduce y agudiza la desigualdad social vigente, condenando a los alumnos procedentes de las clases sociales más humildes al fracaso, a la frustración y, cuando menos, a una enseñanza de bajísima calidad. En efecto, es una evidencia que desde el momento en que se inicia la aplicación de la LOGSE, la escuela pública ha venido progresivamente siendo desposeída de su calidad intelectual, de su función de promoción humana y social y de su prestigio moral, para convertirse en un almacén de jóvenes en el que se frustran las legítimas aspiraciones de los que desean aprender y se cierran las posibilidades de otro tipo de formación a quienes, por diferentes razones, carecen de suficiente motivación para el aprendizaje.

Los resultados son manifiestos: escasez de conocimientos tanto humanísticos como científicos y técnicos, suplidos por materias de escasa utilidad social y de nula altura intelectual, pérdida de tiempo en supuestas tareas de formación de las que se ríen los propios alumnos y detrimento del orden, la convivencia y la disciplina, imprescindibles para el aprendizaje.

La homogeneización igualitaria en un plan de estudios único, sin distinción de capacidades y actitudes, la promoción prácticamente obligatoria sin discernimiento de resultados y la presión de la Administración para ocultar de todas las formas posibles el fracaso del sistema, no sólo han acentuado la disminución de la formación de todos los alumnos, sino que han condenado al fracaso, al abandono y a la marginación a los intelectual y económicamente peor dotados.

Los supuestos remedios de atención individualizada, diversificación, transversalidad, educación compensatoria... y otras monsergas por el estilo no han pasado de constituir, en la práctica, un insustancial ejercicio de verborrea en boca de sus mentores y una auténtica estafa para quienes cautamente los creyeron.

Esta incontestable situación ha deparado un profundo deterioro y un irreparable desprestigio de la escuela pública. La escuela privada ve aumentar sus efectivos no sólo entre las clases más pudientes, que siempre la tuvieron a mano, sino de familias más modestas interesadas, aún a costa de grandes sacrificios, en el aprovechamiento escolar de sus hijos.

Este desprestigio, sin embargo, ha tenido mayor incidencia en la enseñanza concertada que, pese a ser sufragada con el dinero de todos, dispone de los más variados medios para expulsar de su seno a los alumnos peor capacitados o con menor interés, que ineludiblemente pasan a formar parte de esos centros de auxilio social escolar en que se ha convertido la escuela pública. Con un cinismo rayano en la inmoralidad la Administración educativa andaluza favorece esta desigualdad autorizando, de forma semiclandestina pero constante, conciertos de enseñanza secundaria, incluso no obligatoria, con centros privados mientras reduce los grupos en los institutos, a decir de los servicios de inspección, por falta de alumnos.

(Ruiz Morcillo, Pedro, “Una escuela de beneficencia”, Letra Áurea, Sevilla, 2010.)

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