14 de mayo de 2008

Las cinco llagas de la Iglesia hoy (1)

Xavier Alegre, Josep Giménez, José I. González faus, Josep M. Rambla
Cristianisme i Justícia

PRIMERA LLAGA: OLVIDO DE LA CENTRALIDAD DE LOS POBRES

La situación actual de nuestro mundo, en lo referente a la presencia de grandes masas miserables o famélicas y de unas cuantas fortunas desorbitadas, lejos de ser un accidente natural es radicalmente contraria a la voluntad de Dios, tal como reconoce la enseñanza de la misma Iglesia.

Verse libres de la miseria, hallar con más seguridad la propia subsistencia, la salud, una ocupación estable; participar todavía más en las responsabilidades fuera de toda opresión y al abrigo de situaciones que ofenden su dignidad de hombres... tal es la aspiración de los hombres de hoy, mientras un gran número de ellos se ven condenados a vivir en condiciones que hacen ilusorio ese legítimo deseo... El hecho más importante del que todos deben tomar conciencia es que la cuestión social ha tomado una dimensión mundial. (Pablo VI, Populorum progressio, 6 y 3).

Cerca de tres mil millones de hombres ven negada de manera radical esa aspiración elemental, mientras unos cuantos cientos de miles han elevado sus niveles de riqueza y de poder económico a límites inimaginables. No parece que ante ese que quizá es el drama mayor de la humanidad –cuantitativa y cualitativamente– pueda la Iglesia decir que ha cumplido aquella afirmación del Vaticano II: “nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (GS 1). Esta constatación resulta más dura porque, como proclamó Juan Pablo II, la causa de los pobres “la considera la Iglesia como su misión, su servicio, como verificación de su fidelidad a Cristo” (Laborem Exercens, n. 8).

Huelga decir que esa proclamación es muy coherente con la revelación cristiana porque, según ésta, Dios escucha ese clamor de los pobres y de las víctimas de toda opresión (St 5,5), y responde a él constituyendo a pobres, hambrientos, sufrientes y perseguidos en preferidos suyos (Lc 6,20-26). El evangelio los considera “propietarios” del proyecto de Dios sobre la historia, al que la Biblia llama “Reinado de Dios” (expresión que no alude a un ejercicio de poder impositivo sino a la liberación de todos los demás poderes o esclavitudes que impiden la libertad del hombre).

Dios es, por eso, un “Dios de los pobres”: el canto de la identidad cristiana lo celebra como aquel que “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos”, y que obra así “acordándose de su misericordia” (Lc 1, 54). Precisamente por eso, los evangelios enseñan que el juicio de Dios sobre nuestro mundo no se juega en el hecho de que hayamos dado a sus enviados plataformas para actuar, o los hayamos sentado a nuestra mesa (Lc 13,26), sino en el hecho de que se Le diera de comer cuando tuvo hambre, se Le vistiera cuando estaba desnudo o se Le visitara cuando estaba preso, incluso aunque esas conductas no se refirieran expresamente a Dios (Mt 25, 31ss). Se comprende por qué Juan Pablo II situó en la fidelidad a las víctimas de la historia, el criterio de fidelidad de la Iglesia a Jesucristo.

Pero si aplicamos este criterio a la institución eclesial de nuestros días, debemos concluir dolorosamente que esa institución que se reclama del Dios bíblico no es, en modo alguno, una “Iglesia de los pobres” (Juan XXIII). Les ofrecemos una benevolencia paternalista, pero no logramos expresar esa preferencia radical hacia ellos que sería sacramento del amor de Dios. Más bien damos la sensación de reaccionar ante las víctimas como todo el mundo: con una clara tibieza que busca más tranquilizar la propia conciencia y que los excluidos no nos molesten demasiado. Ante esta situación resuenan las palabras de san Vicente de Paul: no se puede amar a Dios sin amar incondicionalmente aquello que Él más ama...

Dicho de manera un poco brutal, damos más la impresión de ser una iglesia de los ricos que una iglesia de los pobres. Nunca se escuchan, en los responsables de la Iglesia, palabras que traduzcan la dura advertencia del Nuevo Testamento: “¿no son los ricos los que blasfeman vuestro hermoso nombre?” (St 5,7). Más bien parece que la institución eclesial espere su salvación de los ricos y no del Señor.

Una prueba de lo dicho la tenemos en el contraste doloroso que últimamente hemos presenciado demasiadas veces: por un lado no faltan en la comunidad eclesial personas, grupos o instituciones que optan decididamente por los pobres y las víctimas de la historia. Por el otro lado, esas gentes encuentran con demasiada frecuencia gran cantidad de dificultades, de rechazos y hasta persecución, por parte de los responsables de la comunidad eclesial.

No hay por qué negar que, en ese tipo de opciones radicales hacia los pobres, se puedan producir desequilibrios, imperfecciones o hasta conductas sesgadas. Y más cuando (como es lo ordinario), se llevan a cabo en condiciones de una soledad heroica. Pero reconocido eso, sigue resultando escandaloso que la Iglesia no sepa reaccionar ante ellas siguiendo el consejo evangélico de “no quebrar la caña cascada ni apagar la mecha humeante” (Mt 12,20), sino tratando más bien de silenciarlos o desautorizarlos por completo.

Para ello se esgrimen argumentos toscos, de “dignidad litúrgica” y acusaciones de reduccionismos y materialismos. Como si pudiese haber un verdadero “culto espiritual” al margen de las víctimas de la tierra, cuando lo único que la Iglesia puede ofrecer como culto a su Dios es la entrega de la Víctima Suprema que recapituló toda la injusticia de la historia. Y como si hubiésemos olvidado aquella verdad tan cristiana, que reformulamos parodiando a N. Berdiaeff: el pan para mí puede ser una cuestión pagana o de egoísmo (“material”), pero el pan para mi hermano es una cuestión religiosa y cristológica (“espiritual”).

Todo eso se agrava paradigmáticamente en nuestros días, cuando Dios parece haber llamado a la Iglesia a un cambio de rumbo radical en este punto. Pues en tiempos pasados la pobreza era muchas veces efecto de insuficiencias históricas. Pero en nuestros días, tras el despliegue del crecimiento económico de los dos últimos siglos, la existencia de la pobreza constituye un escándalo sin precedentes que es, además, fuente de continuas tentaciones de violencia. La Iglesia todavía no ha sabido discernir este signo de los tiempos que es la llamada a esa justicia que (desde el Antiguo Testamento) se usó tantas veces para definir a Dios. En la teología actual se habla mucho del “privilegio hermenéutico de los pobres”; pero aún está por aparecer un solo documento oficial que ponga en juego ese privilegio para articular sus enseñanzas.

Nada de lo antedicho lo escribimos como acusación sino como confesión: reconocemos que nosotros mismos estamos bastante lejos de lo que el Evangelio nos pide. Pero más allá de esta ceguera y esta sordera, lo decisivo es que la Iglesia pierde credibilidad, y su anuncio carece de la transparencia evangélica y la autoridad interior (eksousía)1 que llamaban la atención en las palabras y hechos de su Maestro.

1Sobre la riqueza de significado de esta palabra, que significa a la vez, libertad y autoridad (o una autoridad que brota de la libertad de Dios) véase: “La autoridad de Jesús”. En J. I. González Faus: La lógica del Reinado de Dios, Cuadernos "Aquí y ahora", Santander 1991, pág. 19-36.


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