27 de mayo de 2008

Las cinco llagas de la Iglesia hoy (3)

Xavier Alegre, Josep Giménez, José I. González faus, Josep M. Rambla
Cristianisme i Justícia

TERCERA LLAGA: EL ECLESIOCENTRISMO

De la visión dada en el apartado anterior, brota esta nueva raíz de incredibilidad: la institución eclesial no sabe coexistir en democracia.

Comenzamos a redactar estas líneas en torno a la fiesta de Cristo Rey, cuyo significado puede iluminar lo que queremos decir. Cristo Rey no es una fiesta de reivindicación eclesial, sino más bien de sumisión creyente a la sabiduría incomprensible de Dios. Pues un Rey Crucificado es una idiotez para los ilustrados y un escándalo para los piadosos, como ya recordó san Pablo. Según la célebre expresión de la liturgia medieval “Dios reina desde el patíbulo” de la cruz. Porque un reino “de verdad y de vida, de libertad y gracia, de justicia de amor y de paz” (como canta el Prefacio de la misa de Cristo Rey) no se consigue a través del poder y de la espectacularidad, sino de la entrega amorosa de la propia vida. Esta es la sabiduría de Dios.

Dos eclesiologías

De acuerdo con este espíritu, es fácil contraponer dos eclesiologías que pugnan entre nosotros: una concibe a la comunidad creyente de acuerdo con los lenguajes evangélicos de fermento, sal, semilla... La otra concibe a la Iglesia más bien como fortaleza, como “zona residencial” de un planeta enfermo, como poder institucional (“sociedad perfecta”) que competirá con el poder de los estados, y no para conquistar su libertad sino para imponer sus modos de ver.

Creemos que sólo la primera de estas eclesiologías responde al proyecto de Jesús: “el camino de la Iglesia es el hombre” (Juan Pablo II, RH 14), y su misión por tanto irá por la línea del “perderse en la masa para fecundarla”, como hacen la levadura o la sal. Parece como si la institución eclesial pensara al revés: que el camino del hombre es la Iglesia y la misión de ésta es “obligarlos a entrar para que se llene la casa”, dicho sea con una expresión evangélica sacada de contexto (Lc 14,23). Esto hace que la Iglesia de hoy dé tantas veces la sensación de no saber estar en la democracia.

Para el primer modelo, el valor fundamental que une a creyentes y no creyentes es la fraternidad universal, en la que tanto insistieron el Vaticano II y Pablo VI. El cristianismo aportará a ese valor un fundamento y una plenitud: la filiación divina de todos los hombres. Y este fundamento se convierte, a su vez, en una exigencia sobre el modo de realizar esa fraternidad: a través de “la libertad de los hijos” (cf. Rom, 8,21; Gal 4,31). El cristiano puede pensar que una fraternidad sin filiación es manca (y hasta podría ser muerta); pero sabe también que una filiación sin fraternidad es falsa y puede ser hasta hipócrita. Y cree que allí donde hay, o se busca, una fraternidad auténtica, puede darse una aceptación de la “filiación” no expresa o anónima, y que sólo Dios conoce.

En cambio, para el modelo de la fortaleza, la fraternidad sólo es una forma apendicular, y algo degradada, del ser persona. Entonces la Iglesia, sintiéndose en posesión del tesoro de la filiación divina que es nuestra más profunda verdad, se contemplará a sí misma –valga la expresión– como “primer mundo” del espíritu, que mira al resto del mundo como “subdesarrollado”. La filiación se convierte aquí, insensiblemente, no en fundamento de la fraternidad sino en excusa contra ella. Y la fraternidad deja de ser un criterio verificador de la filiación divina, para convertirse en un engaño que se le tiende a ésta. Lo horizontal es obstáculo (o al menos tentación) para lo vertical.

El primer modelo no puede rezar el Padrenuestro sin vértigo porque lo comprende como llamada a una fraternidad universal: el adjetivo “nuestro”, añadido a la invocación de Dios como Padre, es sin duda incómodo, pero muy prometedor. En cambio, el otro modelo reza tranquilamente el Padrenuestro porque atiende sólo al nombre de Padre, y reduce el adjetivo a sólo aquellos que rezan como él.

O con otras palabras: si “vosotros sois la sal de la tierra” (Mt 5,13), la gloria de la sal no está en ella misma sino en que el alimento pueda ser mejor paladeado. La sal existe sólo para los alimentos, no para sí misma. Y la gloria de la Iglesia sólo puede ser el sabor humano del mundo. En cambio, para el segundo modelo, la gloria de una fortaleza (o de una zona residencial) es que la barriada no la alcance. De ahí la desautorización de términos y proyectos como el de “inserción”, que han ido buscando en los últimos años las diversas formas de vida religiosa.

Entendemos que el segundo modelo convierte a la Iglesia en “sinagoga” (con lo que, paradójicamente, la “mundaniza” en el sentido negativo del término porque se apoya en esa tentación tan mundana de que la seguridad nos hace fuertes1). El primero deja a la Iglesia en una cierta intemperie que es la de esa libertad que brota de la verdad (Jn 8,32): porque la verdad de que los hombres somos hijos de Dios es la verdad de que, por eso, somos todos hermanos. Lo cual es tan bello y cierto como difícil de realizar. Esa intemperie es la que la Iglesia está llamada a vivir, creyendo en Dios y no en sí misma o en su propia seguridad.

Por eso, Vaticano II optó claramente por el primer modelo: “la razón de ser de la Iglesia es actuar como fermento y alma de la sociedad” (GS 40).

Vaticano II

Somos conscientes de la gran dificultad de cuanto venimos diciendo. Pero creemos también que, si la Iglesia opta por el segundo de los modelos descritos, perderá otra hora histórica porque será como la sal desalada, o como la luz que ya casi no ilumina, porque la han metido bajo un apagavelas para que no la apague el viento, en vez de convertirla en hoguera a la que el viento ya no apaga sino que propaga.

Y tememos que, aunque Vaticano II significó una opción clara y decidida por el primero de los modelos descritos, hoy la Iglesia esté retirándose descaradamente al segundo. Por eso citaremos, a toda velocidad unos cuantos textos del Vaticano II en favor de lo que acabamos de decir.

1. La Iglesia del Vaticano II se sentía:
“íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (GS 1);
“instituida no para dominar sino para servir” (Ad OH 7). Y por ello,
– deseosa de “ofrecer al género humano su sincera colaboración para lograr la fraternidad universal” (GS 3); pero a la vez
– humilde como para decir a los fieles que “no siempre tiene a mano la respuesta adecuada a cada cuestión” (GS 33), y que “no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poder darles inmediatamente solución concreta a todas las cuestiones aun graves, que surjan” (GS 43).

2. Esta conciencia de su misión la llevaba a confesarse:
– preocupada “no sea que imitemos a aquel rico que se despreocupó por completo del pobre Lázaro” (GS 27);
– culpable “en parte no pequeña, en la génesis del ateísmo” (GS 19),
“llamada por Cristo a esa perenne renovación de la que ella, en cuanto institución terrena y humana necesita constantemente” (UR 6).

3. Y por todo eso buscaba relacionarse con el mundo:
– desde la convicción de que “la verdad no se impone de otra manera sino por la fuerza de ella misma, que penetra suave y fuertemente en los espíritus” (DH 1); y de que el hombre que yerra sigue conservando la dignidad de la persona humana (DH 11);
– desde el reconocimiento de que “el mundo puede ayudarla mucho, a través de las personas individuales y de toda la sociedad humana” (GS 40) y también de “los muchos beneficios que ha recibido de la evolución histórica del género humano” (GS 44);
– y sabiéndose necesitada de la ayuda que “los hombres de toda clase o condición [...] sean o no creyentes, pueden prestarle” (GS 44) en las grandes cuestiones actuales.

4. Desde ahí la Iglesia se profesaba públicamente:
– reconocida “por el dinamismo de la sociedad actual: sobre todo la evolución hacia la unidad y el proceso de una sana socialización civil y económica” (GS 42), y por “el dinamismo en la promoción de los derechos humanos [...] que brotan de la fuerza del evangelio” (GS 41). Ello la llevaba a sentirse:
“no ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico o social” (GS 42). Y finalmente:
“dispuesta a renunciar al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos, tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio” (GS 76)

Una Iglesia así nos parece que es la que Dios quiere; por eso la buscamos nosotros. Porque todo esto no es contrario a “la vocación del hombre a la unión con Dios” (GS 19), sino más bien el camino hacia ella. Por eso Pablo VI, en el discurso de clausura habló del valor religioso de nuestro concilio”, precisamente porque había sido promotor del ser humano.

La imagen actual

Hoy hay pastores que, en privado, pueden sentirse así y admirar las palabras del Concilio. Pero, a la hora de actuar públicamente, parecen olvidar esos sentimientos y dan más bien otra imagen de Iglesia: Una Iglesia distanciada del género humano al que considera enemigo y perdido, a menos que vuelva a ella. Por eso le preocupa más su autoridad que su servicio. No teme para ello acercarse más al rico epulón que al pobre Lázaro. Cree que debe dar su colaboración al género humano de manera impositiva y no dialogal, porque se figura estar en posesión de respuestas a todas las preguntas de la historia. Se siente llamada por eso a imponer la verdad de manera autoritaria, y está más atenta a proclamar los beneficios que ella ha aportado al género humano que los que ha recibido de éste. De ahí que la renuncia a privilegios que le parecen útiles para su misión, aunque empañen la pureza de su testimonio, se le antoja una tentación de ingenuidad.

Todo eso, por supuesto, es humanamente comprensible y muy natural. Pero nos atrevemos a decir, con un manido juego de palabras, que no es muy sobrenatural. Y que, en la comunidad cristiana, deberíamos aplicarnos las palabras de Jesús: “entre vosotros no sea así” (Lc 22, 26). Tampoco pretendemos que lo dicho no deje espacio para analizar y buscar dialogalmente los caminos mejores más cercanos al ideal evangélico, ante cada problema que se plantea.

Pongamos un par de ejemplos. La iglesia española todavía no ha sabido educar a los fieles en el principio elemental de que aquello que es legal en una sociedad laica y democrática, no tiene por qué coincidir con la moral cristiana. Sigue empeñada en que lo moral y lo legal coincidan, desconociendo cuál es el sentido de la ley civil, y reivindicándose a sí misma como legisladora. Entonces ocurre una de estas dos cosas: o los cristianos (en lo que afecta al dinero y a la propiedad) se atienen a lo permitido por la ley, que está muy lejos de lo que pide la moral cristiana, o (en casos de moral sexual) salen a la calle con la idea de derribar gobiernos cuyas leyes les parecen contrarias a la moral. En ambos casos lo que se pone de manifiesto es una incapacidad de la institución eclesial para formar cristianamente a sus fieles por ella misma, y sin el recurso al poder civil.

Otro ejemplo: la iglesia española debería reconocer que no ha hecho demasiado por cumplir el compromiso que contrajo de caminar hacia su propia autofinanciación, para no dar la sensación antievangélica de que depende de un estado –laico por otro lado–. Es cierto que la Iglesia realiza una gran labor social muy útil al estado, a pesar de los dolorosos conflictos que han tenido lugar últimamente entre instituciones beneméritas (como Cáritas o Manos Unidas) y la jerarquía. Es cierto también que muchas voces públicas y mediáticas resultan sectarias cuando dan este problema por resuelto remitiéndose al “enorme patrimonio” de la Iglesia: pues una gran parte de ese patrimonio es improductivo, y además consume bastante en gastos de mantenimiento y adecuación. La Iglesia no pide una entrada para acceder a templos como Santa María del Mar o la catedral de León, tal como cobra el estado para visitar el Museo del Prado... Falta coraje para abordar cada situación concreta con análisis, diálogo y publicidad, buscando aquello que –con Paulo Freire– podríamos llamar “el inédito viable” evangélico.

1La Iglesia reclama aquí “plataformas para evangelizar” y esta formulación genérica puede ser bien entendida. Pero luego resulta que “evangelizar” se reduce, más que al anuncio y puesta en práctica del señorío de Jesús, a “hablar bien de la Iglesia”. Un ejemplo de esto en España, creemos verlo en lo que sucede con la COPE: una emisora católica que, en nuestra opinión, no evangeliza (a veces hasta escandaliza por su falta de caridad) pero, eso sí, habla siempre bien de la Iglesia.


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