20 de mayo de 2008

Las cinco llagas de la Iglesia hoy (2)

Xavier Alegre, Josep Giménez, José I. González faus, Josep M. Rambla
Cristianisme i Justícia

SEGUNDA LLAGA: EL JERARCOCENTRISMO

De manera gráfica, podríamos definir esta llaga diciendo que se ha deshecho la inversión del orden de los capítulos 2 y 3 que tuvo lugar en la Constitución del Vaticano II sobre la Iglesia y que, según todos los comentaristas, tenía un enorme significado.

La revolución del Vaticano II

En efecto: el texto que había preparado la curia romana para la Constitución sobre la Iglesia comenzaba hablando, en primer lugar, de la jerarquía, tras dedicar un capítulo previo a la Iglesia como misterio. De este modo parecía que el constitutivo del misterio de la Iglesia era el “poder sagrado”. Pero los padres conciliares rechazaron ese orden por gran mayoría de votos, y comenzaron hablando del pueblo de Dios. Este es el verdadero misterio de la Iglesia: la comunión de todos, la cual realiza además la definición de la Iglesia como señal o “sacramento de salvación” (LG 1 y 2). Sólo una vez establecido el pueblo de Dios, brotan de él unos servicios (ministerios) que todo pueblo necesita: entre ellos el de la autoridad, que es indispensable y querido por Dios.

Se evitaba así la herética concepción de que sólo el poder es Iglesia y el resto de los fieles no pasa de ser un campo en que pueda desplegarse ese poder. Lo que, en expresión ya célebre de Y. Congar, había hecho que la eclesiología se convirtiera en “jerarcología”: hablar de la Iglesia no era más que hablar de la jerarquía. El Vaticano II desautorizó este modo de concebir declarando expresamente que “la Iglesia no está verdaderamente formada, ni vive plenamente, ni es representación perfecta de Cristo, mientras no exista y trabaje con la jerarquía un laicado propiamente dicho” (Ad G 21).

La Iglesia dejaba así de definirse como “sociedad perfecta” para pasar a definirse como “comunión”. Esa comunión, que Vaticano II vería “a semejanza de la Trinidad”, es ante todo una relación horizontal; y, cuando sea vertical, lo será en los dos sentidos: tanto de abajo arriba como de arriba abajo. Muchas autoridades de la Iglesia lanzan repetidas apelaciones a la comunión (entendida sólo como sumisión); pero cabe dudar de si alguna vez se han preocupado por comulgar verdadera y decisivamente con los suyos.

La autoridad eclesiástica tendría aquí campo abierto para esa inversión evangélica de la autoridad en servicio (Lc 22,24-27) que brilla tan poco en la Iglesia como en los poderes mundanos. La categoría de pueblo es el fundamento de esa comunión que define a la Iglesia: un pueblo de iguales, donde la autoridad podía hacer verdaderamente suya la frase de san Agustín: “soy un creyente con vosotros”.

Su reverso

Pero pronto aparecieron voces de altas instancias que pretendían desauto rizar la definición de la Iglesia como pueblo de Dios, dada por Vaticano II, tachándola de “reduccionismo sociológico”. Esa acusación, apuntaba a desvirtuar la noción horizontal de “comunión” dándole un sentido exclusivamente vertical, en línea con lo que había escrito Pío X en la Vehementer Nos: “la Iglesia es una sociedad de desiguales, los pastores y la grey”. Añadamos para los entendidos que, así, la visión bíblica de la actuación de Dios, volvía a ser sustituida por la platónica del Pseudodionisio.

Es pues necesario subrayar que tildar de reduccionista la definición de la Iglesia como “pueblo de Dios” es una acusación infundada, y además heterodoxa. Conviene recordar que, para el Nuevo Testamento, se trata de un “pueblo santo” y que, por ello, esa santidad debe reflejarse no sólo en cada miembro particular sino en su configuración como pueblo. La Iglesia no podría ser Cuerpo de Cristo ni Templo del Espíritu si no fuera real y verdaderamente pueblo del Dios Padre: pueblo sacerdotal y, por eso, “asamblea santa” (1 Pe 2, 9).

Que pueda hacerse un mal uso de esta definición es algo que también amenaza a las otras definiciones de la Iglesia y, por eso, no constituye objeción contra ella.

Consecuencias

Las consecuencias de estas dos visiones se hacen visibles en unas duras palabras del cardenal Congar, el gran eclesiólogo del siglo XX a quien Juan Pablo II calificó como “un regalo de Dios a su Iglesia”. Preferimos hablarcon sus palabras autorizadas más que con las nuestras. Para Congar:

Roma ha eliminado prácticamente la realidad propia de la ecclesia para reducirla a una masa dependiente de ella. Curia romana en todo [...] Roma no está verdaderamente persuadida más que de su propia existencia y de su propia autoridad. Persuadida sin duda de que así sirve a Dios. Pero ¡qué poco habla ella de Dios! Y ¡qué poco habla a los hombres de creyente a creyente y de servidor de Jesucristo a servidor de Jesucristo [...] No busca más que la afirmación de su autoridad.

Esta eliminación práctica de la “ecclesia” (que en griego, y en la palabra hebrea que traduce, significa precisamente “asamblea de un pueblo”) tiene, para Congar, unas consecuencias funestas a la hora de la misión y la credibilidad de la Iglesia. Por ejemplo:
– “Esta Roma que todo lo reduce a ceremonias”; y
– “a Roma sólo le interesa su autoridad, no el evangelio”.
– “la eclesiología de la Curia, dominada por el carácter sagrado de la persona del papa, hasta no consistir más que en esto. Deriva [...] de la antropología que se vive allí, donde no hay confianza alguna ni simpatía por el esfuerzo de los hombres”.
– “La Curia no comprende nada [...] sus miembros se mantienen en la ignorancia de la realidad, y en la sujeción política a una eclesiología simplista y falsa en la que todo se deduce del Papa; no conciben la Iglesia más que como una enorme administración centralista cuyo centro ocupan ellos”.

Aún podríamos añadir otra consecuencia que creemos palpar con frecuencia: el carrerismo, la búsqueda obsesiva de dignidades (mundanas en el fondo aunque se vistan de púrpura) que condiciona la actuación de muchos ministros de la Iglesia, más atentos a su propia promoción y seguridad que al cuidado del pueblo de Dios. Por eso no es extraño que Congar saque de todo lo dicho una conclusión muy seria:

Este aparato pesado y costoso, prestigioso e infatuado de sí mismo, prisionero de su propio mito de grandeza, todo eso que es la parte no cristiana de la Iglesia romana [...] condiciona (o mejor impide) su apertura a una tarea plenamente evangélica y profética....

No hablaríamos así si esas fuesen palabras nuestras. Pero conviene añadir dos cosas. Eso mismo lo había percibido Juan XXIII cuando confesó al embajador francés durante su presentación en el Quirinal:

Quiero sacudir todo el polvo imperial que, desde Constantino, se ha pegado al trono de Pedro.

En segundo lugar: esto que entonces sólo veían algunos profetas, es hoy evidente para una gran parte del mundo y vuelve la imagen de la Iglesia escandalosa para muchos. Por eso Congar escribía con alegría ante los cambios del Vaticano II:

La teología conciliar ha cobrado vida: la teología de comunión es imprescindible y por tanto la teología de la potestas tendrá que adaptarse a eso.

Desgraciadamente tememos que ha ocurrido lo contrario: la comunión se ha adaptado a la potestad.

Una confirmación

La última, y sorprendente, confirmación de lo anterior la proporciona la siguiente anécdota que contaba Hilari Raguer en El País: (8-II-2007): durante una visita a Montserrat de un conocido cardenal de la Curia, el 15 de agosto de 1981, escuchó éste, en conversación con la comunidad benedictina, algunas esperanzas de reforma de la curia con el nuevo papa, y alguna crítica o duda sobre el exceso de viajes de Juan Pablo II (expresada ésta por Evangelista Vilanova). Y se opuso tajantemente a ellas con esta respuesta: “el carisma del Papa es viajar, el nuestro es gobernar la Iglesia”.

Las críticas a los viajes podrán ser discutidas. Pero la afirmación de que el carisma de la Curia es gobernar, es falsa y eclesialmente heterodoxa. La autoridad de la Iglesia no es la Curia romana, sino el colegio apostólico con su cabeza. La Curia no es más que un necesario complejo administrativo al servicio de la autoridad de la Iglesia pero no en sustitución de ésta. Y nos parece innegable que hoy la Curia funciona más como lo segundo que como lo primero: hace muchas veces de pantalla entre el colegio y su cabeza, en lugar de vivir a su servicio. Por eso se la criticó durante el pasado Concilio. Pero luego fracasó su reforma tras Vaticano II, fracasó con Pablo VI, para llegar al final a esa entente de que el papa hace otra cosa y ellos gobiernan.

Una pieza clave para esta actuación errónea es el hecho de que los miembros de la Curia sean consagrados obispos contra lo ordenado por el Concilio de Calcedonia (451) sobre las llamadas “ordenaciones absolutas”, es decir: de un obispo sin ninguna iglesia a la que presidir y servir. Se pretende eludir esa infracción con la sutileza jurídica de nombrarles obispos “in partibus” es decir: obispos de iglesias antiguas que ya no existen. Pero es difícil que semejante escapatoria puede tranquilizar conciencias, entre los seguidores de Aquél que reprendía por “quebrantar la voluntad de Dios amparándose en las tradiciones de vuestros mayores” (Mt 15,3).

Por duro que resulte lo dicho no somos los únicos en pensar así. El arzobispo Quinn, que fue miembro de la Curia y presidente de la conferencia episcopal norteamericana, escribe:

“La curia ha adoptado numerosas decisiones que van contra la colegialidad. Repetidas veces, algunas decisiones de las conferencias episcopales fueron rescindidas. Traducciones del catecismo y del Leccionario, aprobadas por las conferencias episcopales en varios países, fueron rechazadas por la Curia [...] En el nombramiento de los obispos no es raro que sean nombrados algunos que nunca habían sido propuestos por los obispos de la región e incluso son desconocidos para ellos”. Porque: “el episcopado no es simplemente un órgano secundario que deba ser instruido y formado por la Curia para que adopte un determinado punto de vista, especialmente en materias que están abiertas a la libre opinión en la Iglesia”. Por eso no puede darse por supuesto en modo alguno que “la curia tiene la función de adoctrinar y formar al episcopado en una cuestión que no es de fe”.

Así funcionan las cosas. Aquí no pretendemos imponer a nadie nuestra opinión, pero defendemos que es una postura totalmente ortodoxa y sostenible en la Iglesia de hoy. Por eso, no puede ser desautorizada o excluida de la comunión eclesial, acusándola de herejía o de falta de amor a la Iglesia. Estas desautorizaciones son demasiado cómodas, visto que el Vaticano II reclamó que la curia romana y sus dicasterios “sean sometidos a una nueva ordenación más adaptada a las necesidades de los tiempos y regiones” (ChD 9). Y cabría contraponerles aquellas palabras del propio Pablo VI, dirigiéndose a la curia romana:

Nos aceptamos con humildad y reflexión crítica, y admitimos lo que se señala con justicia. Roma no necesita ponerse a la defensiva, cerrando los oídos a las observaciones que proceden de fuentes respetadas, y menos aún cuando esas fuentes son amigas y hermanas.

Jerarcocentrismo patriarcal

El último mal de esta concentración sacralizadora y curial es la llamativa falta de atención a la mujer, a quien la institución eclesial parece ignorar, como no sea para amonestarla o culpabilizarla. Juan XXIII declaró en la Pacem in Terris que la promoción de la mujer era un “signo de los tiempos”. La curia romana parece incapaz de leer esos signos de los tiempos a través de los cuales nos habla Dios; y alguno de sus documentos sobre este tema merecerían el reproche evangélico de “quebrantar la palabra de Dios acogiéndose a las tradiciones de sus mayores”. ¿Cómo se pudo escribir, por poner un único ejemplo, que “de conformidad con la venerable tradición de la Iglesia, la elevación a los ministerios de acólito y lector queda reservada a los varones”? ¡Qué contraste con aquella iglesia de Roma donde una mujer, Junia, es calificada por Pablo como “apóstol” (Ro 16,7)!

No se trata ahora de discutir (ni de canonizar a priori) todos y cada uno de los pasos, de los problemas y de las reivindicaciones que cualquier promesa y cualquier novedad pueden plantear a la Iglesia. Pero sí pedimos que la autoridad eclesiástica comprenda el imperativo que encierra la radical proclama de san Pablo: “en Cristo Jesús ya no hay varón ni mujer” (Gal 3,28). El cristianismo primero escandalizó a la sociedad por su apertura respecto a la mujer; el catolicismo oficial de hoy escandaliza a la sociedad por su cerrazón respecto a la mujer.

Por eso pedimos un poco de fe en el Dios que guía la historia a pesar de todo, así como un poco de acogida y de cariño hacia tantas mujeres, en seguimiento del trato que les dio Jesús y que resultó notablemente escandaloso para la sociedad religiosa de su época. Aunque sólo fuera por gratitud hacia aquellas a las que la Iglesia debe mayoritariamente su pervivencia. También, sin duda, porque el patriarcalismo dominante es enormemente mutilador.

En conclusión

Es sólo la Curia romana, en su configuración actual, la que necesita una eclesiología “jerarcocéntrica”. El colegio apostólico, con su Cabeza, no la necesitan para nada. Y el pueblo de Dios tampoco.

En este contexto, defender hoy al ministerio de Pedro es procurar que aparezca como sucesor de Pedro, no de Caifás ni de Constantino o Carlomagno. Que las sandalias del pescador sustituyan otra vez a las coronas de rey sacerdote. Y que la curia romana sea un servicio al papa y no una “corte” que se beneficia del halo de su autoridad en provecho propio, como ocurre en todas las monarquías absolutas. El ministerio petrino tampoco es una especie de rey constitucional, que no gobierna, que hace un papel de símbolo y al que se le dice lo que tiene que hacer (así parece concebirlo la curia).

Y, por lo que hace al pueblo de Dios, Pablo VI señaló la aspiración a la igualdad y la participación como virtudes de nuestra época en las que se refleja la dignidad del hombre. Pues bien: esa doble aspiración es la que no tiene cauce alguno en las estructuras de la Iglesia. Ello constituye un antitestimonio importante.

Las demandas concretas que eso exigiría se han formulado muchas veces: que el papa no fuese jefe de estado, ni sus representantes en las iglesias de cada país ostenten cargo político de embajadores; la supresión del cardenalato como dignidad, y reforma de la elección papal (en la línea del proyecto que la Curia le tumbó a Pablo VI); participación de las iglesias locales en la designación de sus pastores; dar al sínodo de obispos funciones deliberativas y no sólo consultivas, como expresión de la colegialidad; una revisión profunda de los procedimientos de la Congregación de la Doctrina de la Fe; un examen serio y detenido de la posición de la mujer en la Iglesia1.

Estas reformas no son por sí mismas “soluciones”, pero creemos que devolverían salud y credibilidad a la Iglesia.

1Ver, por ejemplo, el capítulo “Para una reforma evangélica de la Iglesia” en la obra de CiJ: Iglesia de dónde vienes, a dónde vas, Barcelona 1989, pág. 95-128.


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