4 de junio de 2008

Las cinco llagas de la Iglesia hoy (4)

Xavier Alegre, Josep Giménez, José I. González faus, Josep M. Rambla
Cristianisme i Justícia

CUARTA LLAGA: LA DIVISIÓN DE LOS CRISTIANOS

En las esferas más oficiales se percibe hoy una negativa disimulada a reconocer lo que vivió el Vaticano II con gran intensidad: la división de las iglesias es un pecado de todas ellas que contradice la voluntad expresa de Cristo (Jn 17,22), y la iglesia católica se sentía dispuesta y llamada a acompañar y trabajar con todas las confesiones cristianas en busca de la unidad. Vale aquí también lo que dijo el cardenal Congar aplicando una sentencia evangélica: si el árbol se conoce por sus frutos, es innegable que las otras confesiones cristianas han producido (junto al inevitable pecado de todo lo humano) frutos llamativos de vida cristiana que demuestran la presencia del Espíritu en ellas. Por eso, Vaticano II no temió llamarlas iglesias, y se decidió a buscar la unidad junto con ellas, en plan de igualdad y obedeciendo al Dios revelado en Jesucristo.

Pero últimamente hemos oído voces oficiales que insistían en que la Iglesia sigue siendo una y su unidad no se ha roto: simplemente algunos se han separado de ella, y lo que deben hacer para recobrar la unidad es regresar al seno de la Iglesia una. Para ello se ha desvirtuado un texto que el Vaticano II corrigió deliberadamente cuando dijo que la Iglesia de Cristo “subiste en” (y no que “es”) la Iglesia católica (LG 8). Se pretende hoy que “subsistir en” es exactamente lo mismo que ser. En consonancia con eso, se percibe una negativa –tácita o expresa– a llamar iglesias a los protestantes y ortodoxos.

Ejemplo de esta mentalidad reactiva puede ser la dura reacción del diario de la curia romana contra el libro que hace ya veinte años publicaron K. Rahner y H. Fries: La unidad de las iglesias, una posibilidad real. Como toda “primera propuesta” el libro podía tener sus límites e incompleciones; pero eso era sólo una llamada a perfeccionarlo y no a una desautorización global. Pues es cierto que, al menos, hoy hay una posibilidad muy real de avanzar significativamente hacia la unión. Y en este campo, tan contrario a la voluntad de Dios en su actual situación, todo aquello que es posible se vuelve obligatorio.

Unas veces el enfriamiento de la marcha hacia la unidad se debe al miedo de la Iglesia romana de perder poder. Miedo que (como en tiempos de Pío IX cuando la cuestión de los estados pontificios) se reviste de fidelidad a Cristo. Otras veces, de parte de las otras iglesias, se debe a cierta pereza conformista que las retrae de “salir de su patria” como pedía Dios a Abrahán, en busca de la unidad prometida.

El término “comunión”, tan típico de lo eclesial, se desfigura entonces para frenar el camino hacia la unidad, como si este camino fuese una amenaza a la comunión, y sin percibir que la mayor falta y el mayor pecado contra la comunión eclesial es precisamente la división de las iglesias. Por eso conviene recordar que comunión y unidad no son lo mismo que uniformidad: ésta es de manda de la comodidad. La comunión es la unidad de lo plural y es, por eso, una demanda que implica dificultad y esfuerzo.

Es innegable también, y es muy de agradecer que, como fruto del Vaticano II, miembros particulares de ambas iglesias hayan trabajado juntos en busca de acuerdos, consiguiendo avances importantes en temas como el ministerio (acuerdo de Lima), la justificación, e incluso el papado. Pero, cuando esos acuerdos llegan a los niveles oficiales no generan iniciativas prácticas sino que parecen archivarse en los cajones de cualquier despacho curial, hasta caer en el olvido.

La misma propuesta de Juan Pablo II, de buscar modos de ejercer su ministerio que no sean obstáculo para la unidad de los cristianos, ha sido olvidada pese a que suscitó muchas respuestas de interés.

No toca a esta breve reflexión indicar aquí pistas o caminos concretos. Quizá podríamos evocar el célebre consejo machadiano: “se hace camino al andar”. Para concluir lamentando que la sensación que dan hoy las iglesias es la de “no andar”. Y que esto es grave porque tenemos la casi seguridad de que si el cristianismo no afronta unido el tercer milenio, no será capaz de afrontarlo: ni en los territorios llamados “de misión” ni en aquellos tradicionalmente cristianos. Y la responsabilidad sobre el cristianismo es la mayor responsabilidad que nos afecta a los cristianos.

La desunión de los cristianos debe dolernos a todos como una fractura en los tejidos o en los huesos del propio cuerpo: mejor aún, del Cuerpo de Cristo. Sólo desde ese dolor nos pondremos en marcha, agónica y confiadamente, hacia esa unidad en la pluralidad que Dios quiere de todos nosotros.

No hay comentarios:

Rebelion

Web Analytics