8 de enero de 2008

Prisioneros de nosotros mismos

El pasado 6 de enero, fiesta de los Reyes Magos, volvíamos de nuestra gymkana particular de visitas a abuelos y otros familiares con el coche tan cargado que, milagrosamente, logramos meternos nosotros dentro. Llegué a pensar que tendríamos que dejar a los niños en casa de la abuela y volvernos nosotros con sus regalos. Visto el efecto que ha tenido nuestra sugerencia de unificar regalos y que los chicos reciban un sólo regalo por familia extensa, a lo sumo, me centraré para los próximos años en cuestiones volumétricas. Debería ser ilegal que un niño reciba más de dos veces el volumen de su cuerpo en regalos. Pero no es de esto de lo que quería hablar.

Todos estos regalos vienen embalados en un gran derroche de plástico, cartón y corcho blanco (ese con el que de niños jugábamos a hacer nieve hasta que nuestra madre nos descubría llenando la casa de bolitas blancas). En casi todas las ocasiones los juguetes, y los artículos que consumimos en general, están hiperenvasados. Es decir, podrían haberse ahorrado algo: plástico, cartón, corcho blanco o varias combinaciones de estos tres materiales. Esto genera una gran cantidad de basura innnecesaria que, según tengo entendido, nuestro país, a instancias de la Unión Europea, se dispone felízmente a gravar. Pero no es de esto de lo que quería hablar.

Toda esta basura va a parar a los diversos contenedores que existen para una primera clasificación, de cara al reciclaje. Cívicamente nos entretuvimos en casa en clasificar estos residuos. Nos llevó mucho tiempo, ahí me surgió la primera reflexión acerca de la voluminosa cantidad de regalos que reciben nuestros niños. Posteriormente me dispuse a bajar la basura a la calle para depositarla en los respectivos contenedores. No me sorprendí al ver que los contenedores de plástico y papel estaban rodeados de sendas montañas de bolsas de basura. Pensé que, lógicamente todos decidimos tirar los envases al mismo tiempo y que los contenedores estarían llenos. Ahí me vino mi segunda reflexión, acerca de los envases innecesarios. Pero no es esto lo que motiva este artículo.

Dudé entre dejar mis bolsas y cajas apiladas con las otras o volverme con ellas a casa y tirarlas al día siguiente, cuando hubieran vaciado los contenedores. Pero al acercarme al contenedor de papel, me pareció adivinar que no estaba rebosante. Difícilmente me hice un pasillo entre las montañas de papel apiladas y, al llegar a la boca del contenedor, descubrí que estaba medio lleno (o medio vacío). Es decir, que la gente, por pura comodidad, había decidido apilar la basura innecesariamente fuera de los contenedores, ahorrándose el trabajo de deshacer las cajas para meterlas por la ranura del contenedor. Por supuesto, con el contenedor de envases pasaba exactamente lo mismo, bolsas apiladas alrededor de un gran contenedor semivacío (o semilleno).

Al día siguiente mi barrio amaneció sucio de pequeños papeles, plásticos y trozos de cartón que se habían dispersado con el viento. Afortunadamente no llovió esa noche.

Y es que la humanidad, tan inteligente como es, que sabe perfectamente cuál es el bien común y qué tiene que hacer (y qué no hacer) para cambiar el mundo, es prisionera de sí misma, de su egoismo. Y así nos va...

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